ÍNDICE
Prólogo Lisandro Duque Naranjo
1. Navidad en Eisleben
2. Mañana se sabrá
3. La silla vacía
4. Que la tortilla se vuelva
5. El club del despecho
6. “El 7 de agosto a la una temprano
7. Los cucos de Loli
8. La muerte de Gardel
9. El olor del encierro
10. Escampar limitada
11. La multiplicación de los libros
12. Entre el Coir y el Cour: “todas las voces todas”
13. Y la tarde dijo mu
14. El bandoneón del Rey del compás
15. Un ataúd para papá
16. De la poca fe
17. ¿Aló, mamá?
Prólogo
Lisandro Duque Naranjo *
Ser escritor oriundo del Eje Cafetero -me consta, pues soy de Sevilla- es empresa que obliga a vencer ciertas resistencias entre los lectores más catanos –con los jóvenes no hay ese problema, pues casi no leen-, si acaso por inercia no se repiten los moños y las fosforescencias de una sintaxis que hizo sus ochas y panochas en los tiempos en que Silvio Villegas, Augusto Ramírez Moreno y Fernando Londoño y Londoño (la y griega es fundamental ahí), extasiaron con su verbo a toda una generación de ciudadanos de la región y del resto del país. No es para nada objetable, siempre y cuando se la circunscriba al espíritu de su momento, el arte poética de los llamados azucenos manizalitas o "Leopardos" que pelecharon en aquella belle epoque de los años treintas. Aunque en vez de escribir dirigente, o líder, pusieran "gonfalonero", arcaísmo que todavía encuentra uno en artículos muy sentenciosos y recientes que se publican en nuestros periódicos municipales.
Sin embargo, cuando la hegemonía de ese estilo era absoluta, un risaraldense, Bernardo Arias Trujillo, alcanzó a hostigarse con esa prosa que parecía más idónea para discursear en un Partenón inexistente que para aludir a las complejidades culturales de la zona cafetera en ese entonces. Casi podría decirse, por lo tanto, que lo "greco-caldense", como ademán literario, expresaba el triunfalismo sublimado de la prosperidad del grano en los mercados internacionales, algo que ahora se encuentra en extinción y reclama otra estética.
Al repertorio de capiteles de estuco y arpas que desembocaba en esa literatura todavía no suficientemente jubilada, comenzó, con una temeridad admirable, Bernardo Arias Trujillo a atravesarle palos en la rueda. Metáforas como "Manizales es una ciudad de topografía marxista", simbiosis afortunada entre el dedo parado de lo greco-caldense y el desenfado de "Los Nuevos", movimiento bogotano a cuya nómina pertenecía, no en vano, el calarqueño Luis Vidales, empezaron a informar de la presencia de otros gallos de pelea que disentían, sin prescindir del ingenio y el buen hablar, de aquella preceptiva regional. Arias Trujillo, además, sin dejar de ostentar su heráldica peninsular –ese tic comarcano que se alborota en las ferias manizaleñas de enero-, le revolvió a su temática proletaria (más bien tolstoyana), aventuradas confesiones homosexuales, caso de su poema a "Roby Nelson". Con Arias Trujillo, la literatura del viejo Caldas se salió del clóset, y dejó de reservarse el derecho de admisión a universos más agresivos y oscuros. Lo singular del pathos creativo regional es, pues, ese hibridaje de influencias en que se enfrentan y enredan, como en una trenza de varias tiras, lo ibérico con lo griego, lo victoriano con lo local. Un mazacote intelectual fascinante. Ignoro cuándo, pero fue mucho antes de que Caldas se fragmentara en los tres departamentos que hoy constituyen el llamado "Eje Cafetero", emergió una fracción de guerreros de las letras que prefirieron autodenominarse "Greco-Quimbayas" en lugar de seguir siendo "Greco-Caldenses". Como quien dice, que llegaron los puros criollos al parnaso, pisando duro. Sinceramente tengo un vacío de información sobre las diferencias puntuales –que debe haberlas-, entre ese par de vertientes, y agradecería a quien me diera luces al respecto. Y en todo caso, no pretendo encasillar en ninguna tendencia al autor de este libro que el lector tiene ahora mismo en sus manos y cuya lectura posiblemente estoy estorbando con esta introducción. De modo que seré breve.
Libaniel Marulanda, tanto en este como en su anterior libro de cuentos, se deja venir con una galería de personajes y de situaciones, de ayer y de hoy, sin confinarlos dentro de un tratamiento costumbrista ni profanarlos con la escolástica greco-caldense. Eso es como caminar encima de una guadua, sin caerse.
Aún así, es un escritor que no prescinde para nada de la finura y el gracejo, algo culteranos -lo que personalmente me seduce-, implícitos en esa herencia cultural, sobre todo en quienes la ejercieron con la saludable mala leche de Arias Trujillo o del Luis Vidales de "Suenan Timbres". Ronda por estas letras también el fantasma de Tomás Carrasquilla, con sus avivatos y taimados, que es como menos les gusta a los paisas fatutos, y a los de la diáspora, ser calificados, pues se la pasan convencidos de que son dizque muy abiertos. Pero qué va, esos son puros cuentos. Y una de las pruebas son las criaturas que van por entre las tiendas en este libro.
En el municipio imaginario llamado Marcelia, "una sopa de letras entre Calarcá y Armenia" según lo dice el propio Libaniel, tienen su domicilio de ficción serenateros, traquetos, sicópatas, curas cacorros, un guerrillero de leyenda como Marulanda, cantantes del abominable género del despecho, una adúltera descrestada por un argentino engrupidor, ciudadanos de nombres endémicos tales como Sócrates, Herminzul, Ivanhoe, Erwin Esplinder y pare de contar. En síntesis, una humanidad lugareña llevada al límite de su conducta por violencias ancestrales, o por un temperamento que se extasía con el espejismo de la "pujanza" o de lo "echado para adelante", o por un carácter que para sostener el cañazo presume de invencible y en muchos momentos ha tenido que serlo, o por la muerte reciente de la cultura cafetera, de la que si acaso quedó el yipao como un memoria cívica y patética para mostrar en los aniversarios. Y los caballos, que dejaron de ser laboriosos para convertirse en bestias ornamentales que se lucen en las fiestas patrias echando espuma por la boca. Ahora mandan la parada las "4 x 4", con sus vidrios como conciencias contemporáneas. Y las heliconias, la flor del rebusque. Y las fincas, metamorfoseadas en centros vacacionales. Aparte de eso, la región quedó traumatizada por un terremoto que cerró el siglo XX y casi borró del mapa el paisaje arquitectónico que amamantó por años su sensibilidad. Esos dos hitos –el económico y el tectónico-, que le dieron al Quindío una voltereta dramática, son recurrentes en estas narraciones como provocadores de aventuras, picardías, rebusques y épicas menudas no previstas ni por la grandilocuencia ni por la vocación bucólica de las literaturas anteriores.
La destreza literaria de Libaniel Marulanda no es fruto apenas de un kilometraje existencial vivido a tope, con una alegría contagiosa y una curiosidad enorme por sus gentes y lugares, sino de una disciplina fraguada en lecturas y muchas quemadas de pestaña frente a la página en blanco. Libaniel, además, se prodiga en estos relatos con una sapiencia musical del carajo, y prácticamente nos trasnocha haciéndonos ir detrás de sus páginas hasta averiguar en qué terminan las historias que le inspiran los acordeones.
Bogotá, agosto de 2007
* Director de cine colombiano. Director de la Escuela Internacional de Cine y Televisión. Ha colaborado junto con Gabriel García Márquez en la realización de varios proyectos audiovisuales, entre ellos María (serie de televisión); Milagro en Roma y Los niños invisibles.
1. Navidad en Eisleben
Al Rufino Jota Cuervo y sus maestros
Sobre sus botas descansa el estuche de similar peso y volumen a la maleta de cuero que veinte minutos antes y con dificultad logró lanzar por encima de la alambrada. Al hacer descansar sobre sus botas el estuche, busca que la nieve al derretirse no invada su interior, donde descansa el Bussilachio, infatigable compañero de ires, venires, penas, alegrías y también miedos, como ahora, cuando siente, además, las tenazas del frío en medio del bosque de abetos, a pesar de la fogata.
La visión de la nieve, con la que se reencuentra tras una ausencia de diez años, la presencia de los soldados, la certeza de lo que le espera, lejos de traerle recuerdos de sus días y navidades en Eisleben, o los siete largos años de servicio militar alternados entre guerra, muerte y música, por el contrario, le refuerzan sus pensamientos sobre los dos últimos años vividos en Colombia, lejano país de soles cotidianos.
Ha pretendido regresar a Eisleben para esta Navidad. Y lo ha decidido por un simple deber filial. Esta noche, luego de ser sorprendido por la guardia, cuando es muy tarde para rebobinar la película de su vida, se confiesa a sí mismo que en realidad no quería volver, que el peligro agazapado en el regreso tenía la dimensión necesaria para desplazar cualquier deseo de ver a sus padres o visitar los amigos, músicos como él, en un pueblo de 25 mil habitantes, cuna de Martín Lutero, más pequeño que el municipio de Marcelia, allá en Colombia.
Tras reportarse con toda su retahíla castrense ante el sargento que los comanda, los soldados hablan ahora. Aunque percibe con claridad las voces, es tan insignificante lo que logra entender, que ese idioma de los captores es un elemento más para añadirle al miedo y certeza de lo que vendrá, una vez acabe la conversación entre ellos. Antes de que el sargento le hable, Fritz, de nuevo, enfila los que presiente sus últimos pensamientos hacia el inmediato pasado, lejos de la patria alemana repartida como una torta, luego de la derrota del año 45. Añora la casita tomada en alquiler, modesta, de dos plantas, en un barrio bullicioso y popular de Marcelia, desde donde ha viajado, en esa región donde el café está metido en el aire, las calles, los caminos, el comercio y las tareas agrícolas que giran alrededor de la cosecha.
Pasa a toda velocidad por su lado el recuerdo de su esposa, recién divorciada de él, porque se negó a vivir en ese pueblo que presume de ciudad. Ella, violinista y profesora de música, como Fritz, intentó trabajar en el reducido conservatorio de Marcelia, pero en la primera semana se convenció de lo inútil que resulta para una mujer nacida y criada en Alemania Federal, hija de una diplomática colombiana, tratar de vivir en medio de personas que no consiguen superar el provincianismo, de tal incultura que ignoran qué es un cuarteto para cuerdas, que nunca en su vida han asistido a una ópera.
Uno de los soldados le quita el seguro a su fusil y señala la maleta con un gesto que Fritz traduce como la orden perentoria de abrirla y sacar su contenido. Lo primero que surge de la maleta, un paquete de café, impregna el ambiente; la tensión del soldado se cambia por una sonrisa en la que asoman el asombro y las ganas de degustar aquella bebida de la que apenas conoce su existencia. Luego de comentarlo en voz alta, le extiende el paquete al sargento, quien interroga con la mirada al prisionero. Fritz asiente, y en su alemán reforzado con señas consigue que le entiendan su deseo de preparar el café para todos. Los soldados, todos a una, más que pedirlo, le imparten al sargento la aprobación que sin decirlo, éste necesita.
Mientras otro de los soldados continúa escarbando la maleta, Fritz obtiene un puñado de azúcar de quien parece ser el encargado de las provisiones de la patrulla. Minutos después, el agua hierve en tres marmitas y Fritz disuelve nueve cucharadas del café que a continuación cuela, valiéndose de un pañuelo limpio que saca de la maleta. En sendos pocillos de aluminio sirve la bebida a los siete soldados, al sargento y para sí.
Terminado el café que elogian en ruso los soldados e inspeccionada objeto por objeto la maleta, de pie y junto a la hoguera, el prisionero pretende entablar diálogo con sus captores a partir de una generosa sonrisa. Sólo obtiene por respuesta un gesto hosco del sargento, acompañado de una interjección que Fritz no consigue traducir, pero que le corta las alas al optimismo que lo inundaba en el momento de compartir el café.
A instancias del suboficial, de nuevo el soldado emprende su labor de registro, y con una gravedad copiada de su jefe inquiere a Fritz sobre el contenido del estuche que descansa ahora sobre unos troncos de abedul dispuestos para el fuego.
El pensamiento de Fritz abandona el teatro de los hechos, circundado por la nieve, los soldados soviéticos y el registro del estuche de su acordeón italiano, Bussilachio. Como a bordo de un carrusel, sus recuerdos giran y se alternan entre su patria, el final de los años treinta, sus quehaceres militares, su rápido ascenso a sargento-saxofonista de la banda sinfónica de Leipzig , en el Ejército del Tercer Reich, así como sus enrevesados amores con una violinista de ascendencia colombiana, quien, pasado el fervor inicial del matrimonio, aprovecha cualquier asomo de desavenencia conyugal para enrostrarle su pasado nazi, su falta de ambiciones sociales, la vergüenza de ese oscuro capítulo paterno que gravita sobre sus dos hijas, violinistas también, de la Orquesta Sinfónica de Colombia; su recurrente pobreza de inmigrante, el ridículo salario de profesor de música en un colegio de provincia, su humilde condición de habitante de un barrio popular, e incluso la posesión de un destartalado Ford 38 que sus alumnos de último año de secundaria le esconden, en un cotidiano ritual de bromas e irrespeto.
El soldado ha extraído el enorme acordeón, de lustroso color negro, 120 bajos y quince registros. Fritz advierte la admiración del sargento por su calidad y belleza. La persistente contemplación de éste por el costoso Bussilachio constituye un mensaje claro y rotundo: sus bártulos y el infatigable instrumento, luego de la ejecución, pertenecerán al militar que intercambia unas inaudibles palabras con el subalterno.
El pensamiento de Fritz de nuevo se aleja, como huyendo de su propio miedo ante la inminencia de lo que intuye que vendrá tras la detención y la lenta requisa. No le han exigido documentos de identidad. Como militar que ha sido, y aunque nunca empuñó cosa distinta a un saxofón, un violín, o disparó algo que no fueran notas en el piano o en el acordeón, dada su lamentable condición de prisionero de la patrulla del Ejército soviético, sabe que traspasar las alambradas que dividen las dos Alemanias tiene el supremo costo del fusilamiento.
Esta noche, víspera de Navidad, de la Weihnacht en Eisleben, sus padres ignoran los sorpresivos propósitos de su hijo, de quien pocas noticias tienen. La última carta de Fritz, que tardó tres meses en llegar, les dio cuenta de su inminente divorcio. A través de ella se enteraron de la nueva condición de maestro de música del hijo que con tanta precipitud como buena suerte consiguió huir de Alemania, luego de desertar a tiempo de un ejército próximo a sentir la amargura de la derrota a manos de los Aliados.
Fritz sabe que a estas horas, allá en la casa paterna estará crepitando la leña que su padre, minero ya jubilado y ahora carpintero ocasional, habrá recolectado del bosquecito contiguo a las antiguas caballerizas de Eisleben. Como en el remoto pasado de sus primeras weihnachten, en los meses previos al día que se conmemorará mañana, cuando él, trasgresor de una de las leyes de la guerra, haya sido abatido por el pelotón de soldados soviéticos que ahora lo observan en silencio, Otto Seifert, su padre, habrá fabricado para Gretel, su madre, un nuevo mueble que impregnará de olor a resina la sala. Ella, por su parte, tendrá empacado bajo el abeto de Navidad el suéter, los guantes, la bufanda o la prenda que habrá salido de los ratos libres que le conceden los quehaceres de la casa. Frenética, con manos de ágiles dedos, la resignada madre habrá bordado o tejido, justo antes de la noche de mañana, como queriendo envolver en lana o coser a la tela los recuerdos de otras navidades, atrapada por la trampa de la nostalgia de distantes tiempos de paz provinciana, y de los hijos que los años, la vida y la guerra le arrebataron.
Para mañana, la nochebuena en Colombia, de donde Fritz piensa que jamás debió salir, estará sobrecargada con los ruidos de la pólvora, gritos de adultos y niños; los invariables villancicos se escucharán de esquina a esquina en el barrio El Bosque, de Marcelia. Cada cual obsequiará a su vecino un plato de natilla, un dulce hecho de harina de maíz, combinado con buñuelos, frituras que guardan cierto parecido con las berlinesas. La música, tan popular como el entorno mismo, brotará de cada radio del lugar. No habrá árboles de Navidad en ese sector pobre de la ciudad, donde la herencia católica de la colonización antioqueña y las tradiciones españolas decembrinas perviven y congregan la gente alrededor del pesebre de Belén.
Los minutos corren raudos a cumplir la cita con la Navidad de este año de 1961 que se llevará al músico de Eisleben y de Marcelia, quien ahora centra la mirada y sus reflexiones en el acordeón que sostiene por las correas el sargento soviético.
El estuche del acordeón exhibe una colección de etiquetas de hoteles, líneas aéreas, eventos del mundo. En este detalle ha mostrado un particular interés el sargento, igual que en la estructura del Bussilachio. Por eso, Fritz deduce entonces que el suboficial es también músico o aficionado al acordeón, el instrumento de mayor difusión en la Unión Soviética post-estalinista.
El sargento se dirige a Fritz y, sin soltar el acordeón, asombra al prisionero cuando le pregunta con claridad, en alemán, acerca de lo que sería su último deseo, antes de ser ejecutado por la patrulla.
A tiempo que se despoja de los guantes, el músico palmotea y se inclina sobre la fogata, extiende las manos para calentarse y responde con una voz que la dignidad trata de sobreponer a las lágrimas: “bevor Ich sterbe, möchte Ich meine Zieharmonika spielen”.*
De espaldas al fuego, con la gravedad que imponen las circunstancias en el bosque a cinco kilómetros de Eisleben, Fritz le entrega a la noche, próxima también a la agonía, el caudal de música que emerge del acordeón italiano. Ha elegido para su despedida una polka que, justo, fue el tema de bienvenida a su trasegar como acordeonista, cuando debutó en un festival de Eisleben, unos años antes de enrolarse en el Ejército alemán.
Ya toca puerto la vieja polka Budweiser, enriquecida por Fritz a través de años y años de ejecución. Los soldados anteponen la disciplina militar al deseo de expresar su complacencia con aplausos frente a quien se disponen a fusilar.
El ademán de Fritz para descolgarse el acordeón es cortado por la voz del sargento que ordena al condenado tocar otra canción, pero rusa. Los primeros compases de Ochy chornya, desencadenan los aplausos de los soldados.
Los soldados intervienen al final del vals ruso que ha tocado Fritz. El sargento termina por autorizar las apetencias musicales de la patrulla. La madrugada llega con canciones rusas. Kalinka, Svietit miesiatz, Lesginka, son apenas el comienzo del segundo tomo de la vida que Fritz y su acordeón le han arrancado a la guerra fría, en la Weihnacht. Con el beneplácito cómplice de la patrulla, el sargento ha decido liberar al músico, luego de confesarle su afecto por los acordeones que alegraron su infancia en Kiev, muchos años después de que su abuelo, acordeonista también, fuera ajusticiado por tropas alemanas tras la batalla de Tannenberg, junto al río Neva, en la Gran Guerra de 1914.
* “Antes de morir, quiero tocar mi acordeón”.
Circasia, noviembre de 2004
Primer premio (único)
1er Concurso de Cuento de Navidad
Librería Palinuro, de Medellín. 10 de diciembre de 2004.
Será por boca nuestra, cuando ya el pueblo comience a ser apenas una mancha lejana, un mal recuerdo: encontrarán escrita la nota en la máquina que coronará los cientos de papeles en el estudio donde impera el desorden organizado de tus quehaceres de siempre y el frenético escribir y escribir de los últimos días, a partir de ese diecinueve de enero cuando el médico del pueblo, luego de emborracharse contigo, te confesó aquellos temores que una semana después confirmó el abstruso dictamen del Seguro Social. Será por boca nuestra que en el pueblo sabrán mañana que en el amanecer de anteayer, cuando hasta el sol estaba emparrandado, nuestra farra se interrumpió por la fuerza y el silencio que impuso el grupo armado de hombres y mujeres que llegó sin más a tu casita de campo. Será por boca de Rodrigo Manzano, el depositario de los chismes del municipio, que la policía sabrá mañana que abandonamos el pueblo antes del mediodía y que vio cuando bajamos del baúl del carro el bulto y que, luego de mirar a un lado y otro sin que lo viéramos a él, lo tiramos desde la mitad del puente al caudal del Río Samaná. Será por boca del comandante del puesto de policía que se sabrá en el pueblo que al chisme de Rodrigo Manzano se asomaba la verdad, porque al río sí lanzamos un saco de fique, anteayer por la mañana. Será por boca del veterinario del pueblo que se sabrá entonces que le inyectó a pedido nuestro una dosis de Eutanol a tu perro viejo y sarnoso, al que nos encargaste de dar muerte piadosa. Se sabrá que empacamos el cadáver de Diógenes en aquel saco de fique que vio Rodrigo. Será por boca del Fiscal Seccional Antisecuestro, de Manizales, que se sabrá que una nota escrita en la máquina por tus captores explica tu ausencia, que ellos llaman retención, el Fiscal califica de secuestro extorsivo y los periodistas designan como plagio. Será por boca del médico del pueblo, tu amigo, que se sabrá que las frecuentes dolencias en tu garganta, tu dificultad al tragar, tu irrevocable par de paquetes de cigarrillos diarios, lo llevaron a diagnosticarte en primera instancia un cáncer. Por boca del especialista supiste entonces que estabas a un semestre del punto final. Por boca tuya supimos que necesitabas que cumpliéramos con el deber de amigos y, entonces, viajamos los cuatro de siempre a visitarte a la pequeña propiedad rural en ese pueblo distante que desde siempre ha puesto su destino en manos del furioso río y el proyecto de una central hidroeléctrica. Rodrigo Manzano se ha quedado en el pueblo, fiel a su promesa de no abandonarlo jamás, por dura que esté la situación, por sangrientas que sean las tomas de la guerrilla y los paramilitares. Seguirá siendo el depositario de los chismes. Inmerso en su oficio de reparador de motobombas, continuará contando todo cuanto escucha y ve. Por boca de ninguno de nosotros, incluido Rodrigo Manzano, ni mañana ni nunca, el pueblo ni nadie, sabrá que así como nunca pudiste abandonar el cigarrillo tampoco tuviste las agallas para hacer tú mismo lo que tenías qué hacer, no sólo con tu perro viejo y sarnoso, sino contigo mismo. Ni mañana ni nunca se sabrá que nos emborrachamos como tantas veces y entre tango y son cubano, aguardiente va y aguardiente viene, llorando nos dijiste que no eras capaz, que no habías sido capaz, que eras un cobarde, que nos hiciéramos cargo del perro y que cumpliéramos la promesa, que todo estaba dispuesto, que dijéramos que eran ellos y que la sangre en el piso era el resultado de intentar oponerte a sus propósitos. Por boca nuestra nunca se sabrá que Rodrigo sabía que el perro ya había sido enterrado en el patio, que a él le tocaba asumir el rol de testigo de visu del arrojamiento de un bulto al río. Por boca nuestra, ni mañana ni nunca se sabrá que cumplimos contigo como amigos y que brindamos a manera de despedida teniendo como fondo al polaco Goyeneche que cantaba en un disco la Balada para mi muerte, de Horacio Ferrer, que silenció el balazo en tu boca con la pistola que disparamos nosotros antes de empacarte en aquel saco de fique.
Circasia, Quindío ,abril de 2003Primer premio, Duodécimo Concurso Nacional de Cuento Breve Municipio de Samaná-Caldas, 2004.
(Cada enero trae su afán)
Circasia, Febrero de 1999 - Tercer puesto - Décimo primer Concurso de Cuento Breve Municipio de Samaná, año 2000
4. Que la tortilla se vuelva
A Antonio Gutiérrez Blanco
El policía barroso de la izquierda que empuña un fusil tan viejo como parecen ser todas las cosas de este pueblo calentano sumergido entre montañas y olvido le dijo a media voz a su compañero que nuestro director es marica porque aún conserva en la cara el maquillaje y como es el único de nosotros que permanece fiel a la ortodoxia actoral ha encendido la mirada burlona de los otros policías que alcanzaron a detectar el comentario aunque en ese momento convierten su risa en susto al doblar en esta esquina porque la manifestación que surgió de manera espontánea entre los espectadores se triplicó y ya se escuchan los primeros gritos de protesta de los campesinos más desinhibidos que exigen libertad para celebrar su día como les parezca y con quien les parezca así se enverraque el señor alcalde que marcha con gravedad arzobispal tras de nosotros cerrando el desfile abigarrado y hasta cómico porque la gente al confrontar mi corta estatura y las inmensas botas número cuarenta y cuatro conseguidas con dificultad comienza a reír y como mi atuendo tiene un exagerado diseño militar y llevo puesto además una máscara antigases y un rifle de aire y diecinueve condecoraciones de latón rechinante que hacen guiños bajo el sol de la una de la tarde yo me apropio de las circunstancias para caminar con el paso y el solemne acartonamiento castrense que los policías interpretan rabiosos como una bofetada al honor y debido acatamiento a la autoridad y a la ley pero que no obstante callan ante la furia que por otra parte se manifiesta en muchos de los espectadores que vieron truncarse el desenlace de la historia y que ahora marchan con nosotros con una actitud protectora y solidaria y que consigue que el policía barroso deponga su inocultable intención de estamparme un culatazo o hacerme probar la suela de sus botas y aunque en todo el desfile se han alternado las carcajadas del público con el disgusto de los agentes y la represada rabia de los campesinos que han liderado la protesta por nuestra detención que juzgan arbitraria porque para ellos presentar una obra de teatro dedicada a su día en un pueblo perdido del Tolima al que sólo van los políticos en gira y uno que otro circo pobre y extraviado no tiene por qué ser calificado de acto infiltrado por la subversión y los actores llamados guerrilleros financiados por el oro de Moscú o el de Pekín como dijo a gritos el alcalde al cortar la obra y todo porque preciso tenía que llamarse Cristóbal Pérez y nuestra obra “La muerte de Cristóbal Téllez” que por lo demás es una adaptación de “La muerte de Cristy Tocker” de Erskin Caldwell y aunque en la trama no interviene ningún alcalde y encima de todo el protagonista es víctima y no victimario para la primera autoridad de municipio el simple hecho de poner en escena a un campesino en conflicto con el dueño de la hacienda y que se llama así es razón sobrada para suspender en plena función nuestro trabajo con el argumento del Estado de Sitio de este invernal año mil novecientos setenta y uno de luchas estudiantiles y todas las universidades cerradas y el señalamiento público de un fraude electoral meses atrás en la competencia presidencial y esa es la orden del señor alcalde porque cada alcalde manda en su año aunque al final conviene en dejarnos en libertad a cambio de que abordemos el bus escalera cargado de gente y cajas de cartón y costales y llantos de niños y voces que se despiden que recomiendan que regañan con la cortina sonora de la alharaca de gallinas encostaladas y en medio de un revuelo de utilería con morrales y guitarras e instrumentos de percusión y con precipitud abandonamos el pueblo luego de suscribir un acta con el compromiso de no regresar con nuestros espectáculos preconcebidos para lavarle el cerebro a la gente sencilla y de bien y alimentar el rencor de los pobres contra los dueños de la tierra y las autoridades legítimas como si la violencia partidista de los años cincuenta no hubiera sido suficiente y estos habitantes con pasado guerrillero como el propio alcalde no fueran peligrosos cuando sienten herida el alma y el aguardiente que regaló la Gobernación no bastara para atizar recuerdos y odios y de sobremesa la música que toca el grupo de teatro como abrebocas para atraer espectadores no consiguiera que se sienta algo nuevo en el pueblo y que es grato como cuando pasan y pasan las semanas y los meses y no visita la lluvia los sembrados y todo el mundo espera y reza y espera hasta que aparecen una gotas y un cielo gris que igual al grupo de teatro en este día del campesino llegó en tiempo propicio como viento refrescante aunque ahora nos alejamos cantando en medio del polvo y el sol de medio día en tanto que le añadimos nuevas coplas al viejo vals republicano que nos acompaña como un perro y que muda de piel en cada presentación y en cada pueblo.
Circasia 1997 Ganador tercer puesto Octavo Concurso de Cuento Breve, Municipio de Samaná, 1997
5. El club del despecho
A Álvaro León
De entrada parecía simplemente un absurdo, pero luego de escuchar todo el acervo de anécdotas que ilustraban la pretendida verdadera historia del supremo ídolo del género musical que ha movido a millones de personas, todo aquel que quiso desentrañar el origen, el entorno, las influencias recibidas, sus maestros, hubo de concluir que la versión que hizo conocer del país entero nuestro maestro de radio José Nelson González, historiador de oficio de Marcelia, era en efecto tan verosímil como la manzana de Newton o la sordera de Beethoven. Por otra parte, estábamos habituados a que todo lo nuestro estuviera signado por la casualidad o por lo superlativo, como el hecho de que la venganza de un puñado de arrieros analfabetos, dolidos por el desprecio de otros colonos vecinos, hubiera derivado en la fundación de un poblado que en cincuenta años se convirtió en el mayor puerto seco del país, o que esa misma tierra registrara el nacimiento de Garavito, el mayor asesino en serie de toda la historia planetaria, un maniático sexual, confeso de haber violado y matado a casi doscientos niños, o que el más viejo y temible guerrillero apodado Tirofijo, hubiera nacido también en el mismo pueblo que el violador. Si bien los relatos de José Nelson era aceptados como materia cierta, persiste hasta nuestros días una discrepancia. Un cantante, médico también, ha sostenido que el éxito de la música del despecho, lejos de depender de su espantosa elaboración poética, radica en la nasalidad de la voz del cantante que la interprete, lo cual le confiere cierta base científica a la anécdota recreada una y mil veces por el viejo radiodifusor. No olvidemos que fue una noche sitiada por aguardiente cuando José Nelson nos contó que cierto día, recién evadido del servicio militar, Erwin Splinder ensayaba una canción en el patio de su casa. Su hermana menor, con la intención de molestarlo o quizá de hacerlo callar, le oprimió con fuerza la nariz. El ídolo, en vez de liberarse siguió cantando, pero, al parecer, por contrarrestar la presión sobre sus fosas nasales, guturalizó la voz, con lo cual consiguió el timbre y el color que le deparó la gloria.Luego, refieren más de tres conocedores del tema, cuando consiguió acceder a sus primeros contratos bien pagados, Erwin Splinder se hizo practicar una cornetoplastia hipertrofiante, con la cual consiguió que su voz fuera tan desagradable como permanente. La historia posterior habría de corroborar esta verdad: a mayor fealdad vocal mayor popularidad. Una profesora de piano y canto, quien nunca ocultó su envidia por los logros del cantante, en una ocasión tuvo la desfachatez de minimizar la exitosa labor de Erwin Splinder y manifestó ante un auditorio atestado de alumnos y padres de familia que el éxito del ídolo estaba fundamentado no sólo en su desagradable voz sino en un defecto o error al cantar, llamado portamento, que consiste en emitir los sonidos sin solución de continuidad entre uno y otro. Es decir, emitía unas falsas notas adicionales entre un tono y el otro. Los asistentes no comprendieron un ápice la crítica de la profesora, pero la intención y el aire académico en que hizo la observación le valieron más de un insulto del público, que calificó de envidia y torcidas intenciones la opinión de la profesora de canto, quien, a lo largo de quince años de permanencia en el Conservatorio de la ciudad sólo había logrado que sus alumnos aprendieran un pequeño número de aburridas canciones, que repetían y repetían día tras día, año tras año y sin falta en todos los recitales. El paso del tiempo le imprimió fuerza a otra tesis acerca del surgimiento y trascendencia del cantante Erwin Splinder y sus canciones del despecho, que se convirtió en la de mayor credibilidad para aquellos habitantes de Marcelia de ideas peligrosas y críticos permanentes de las prácticas políticas que se implantaron en simultánea con el auge del ídolo. Se fundamenta en el hecho de que los narcotraficantes y paramilitares colombianos, del norte del Valle, escucharon con oído complaciente a Erwin Splinder en una de sus primeras incursiones artísticas en una fiesta de alguno de los pueblos sometidos a su ley. Se dice que lo contrataron días después por una suma millonaria y eso bastó para que la bola de nieve echara a rodar por la pendiente de la historia regional y del país. Si primero fueron los jefes narcotraficantes, luego siguieron los políticos patrocinados por éstos, quienes vieron en Erwin Splinder el verdadero Mesías que convocaba a miles de personas sin mayor publicidad. El sólo y gangoso anuncio hecho a través del perifoneo de los carros dedicados a repetir y repetir promesas para el mercado electoral y la feria de votos y conciencias, era suficiente para atestar plazas y llevar al delirio colectivo al público. La región, y en cierta medida toda Colombia, desde el origen mismo de su identidad, siempre estuvo atenta a navegar segura por los cauces de la imitación y a escuchar y obedecer los dictados del mundo exterior y las instancias superiores. No en balde su burguesía quería ser francesa, su clase media norteamericana y el pueblo-pueblo, mexicano. Detrás del apogeo del estilo despechado de Erwin Splinder Jaramillo, llegó el mercadeo de afiches, llaveros, camisetas, y ese momento fue aprovechado por uno de los políticos decadentes del pueblo, quien fungía como gestor cultural. Fue idea suya realizar un concurso copatrocinado por el Ministerio de Cultura y los gobiernos departamental y municipal. Dada la trascendencia cultural de la competencia, el valor del primer premio excedía con holgura todo el presupuesto asignado en un año para los demás eventos. Por otra parte, su realización era fácil: previendo que los concursantes no sólo trataran de cantar prácticamente igual, como lo exigía la convocatoria, sino que se valieran de intrigas políticas que podrían convertir el concurso en una carnicería, porque todos tenían padrinos con idénticas capacidades de torcer un fallo, el jurado había decidido que los miembros de la Asociación de Émulos de Erwin Esplinder Jaramillo, Asemejar, en vez de actuar ante el público, jurado y autoridades, como ha sido lo usual, grabaran en casete o disco compacto las tres interpretaciones, y que, bajo un seudónimo, las remitieran a la Casa de la Cultura de Marcelia. Un centenar y medio de imitadores, agrupados y con personería jurídica, en permanente rebatiña se apropiaban del estilo y las canciones de Erwin, en la empequeñecida ciudad que suspiraba entonces al unísono por él como supremo cantante, en todos los ciento y pico de años de historia, desde que fuera fundada por arrieros antioqueños. Merced a una pujante red de piratería fonográfica, los socios de Asemejar actuaban armados con las pistas originales de todas sus canciones, grabadas en el mismo estudio que instalara desde sus primeros éxitos el imitado cantante y compositor. Erwin Esplinder Jaramillo, en la medida en que crecía y crecía el número de socios de Asemejar, experimentaba un doble sentimiento de orgullo y temor, que derivaba en la necesidad de reafirmar ante sí y ante la farándula una supremacía avalada durante doce años por más de un centenar de álbumes de larga duración, grabados y de obligada audición en cuanto evento se realizara en Marcelia, en el resto del país y aun en poblaciones de Estados Unidos y Europa, donde la fuerza imparable de la inmigración colombiana se hacía sentir con sus expresiones de música del despecho, y además con la férrea capacidad de trabajo, el bajo precio de salarios, mano de obra, la temeraria habilidad de sus mulas, jíbaros y traquetos, y la sensual eficacia de sus prostitutas. Era tal el delirio nacional por Erwin Splinder, que sólo un autogolpe de Estado, la consecuente entronización del período dictatorial conocido años más tarde como El ubérrimo, una contrarreforma constitucional y la clausura del legislativo, lograron frenar su llegada al Senado de la República, una vez que fuera promovida su candidatura a través de El Show de las Estrellas, programa de televisión itinerante que atestaba plazas y escenarios. La inclusión de su nombre era garantía económica en cuanto espectáculo de masas se realizara. Su itinerario invariablemente incluía cada año dos giras por Estados Unidos y España, donde las colonias de inmigrantes colombianos movían miles de personas, dólares y euros. Varias asociaciones culturales y centros docentes del país llevaban el nombre del ídolo; la alcaldía de su pueblo ya tenía aprobado el presupuesto para erigirle un busto en la Casa de la Cultura. Una poderosa cadena de radio y televisión emitió una larguísima telenovela, basada en uno de sus éxitos discográficos. En detrimento del colombianísimo John Jairo, el nombre de Erwin Esplinder llegó a ser la moda en las pilas bautismales. Llegadas las fiestas aniversarias, con la asistencia obligada del gobernador, el alcalde de su pueblo natal, el delegado de Asemejar y los directores de las Casas de Cultura de la región, se leyó el acta del jurado con el fallo que premiaba cinco ganadores e incluía igual número de menciones honoríficas por “el esfuerzo en la emulación” desplegado por los concursantes. Aunque en el momento de la lectura del fallo y premiación, por cuestiones del consabido retraso y el hinchado número de participantes, el jurado determinó prescindir de identificar a los ganadores de las menciones honoríficas por sus nombres, y sólo se señalaron por sus seudónimos, horas después ya toda la población sabía que Juan el despechado, acreedor de la última mención, era Erwin Splinder Jaramillo, el mismo que ocho días después, y desde entonces, alterna su residencia entre Méjico, España y Estados Unidos.
Circasia, mayo de 2007
6. “El 7 de agosto a la una temprano”
Esta noche y de nuevo he vuelto a sentir pasos y ruidos sobre el techo de la casa, como sucede siempre que mi papá y mi mamá se insultan y se dan golpes. El tren de las seis será mi salvación. He aguantado demasiado estas garroteras entre ellos. Mañana me vuelo para Armenia, Pereira o Manizales. Esta noche el agarrón comenzó porque mi mamá apareció con una cajita redonda de polvos faciales Flores de Niza, un encrespador de pestañas y un espejito con vidrio de aumento. Mi mamá ha dicho que todo es un regalo de Fanor, el nuevo cajista de la imprenta; que se los regaló porque los encontró abandonados en un asiento del bus que coge para ir al trabajo. Mi papá le ha puesto un ojo morado a mi mamá, que ahora llora en la cocina. Le ha dicho que ella le está parando bolas al nuevo cajista, que es mentira que él se los haya encontrado en el bus. Desde que Fanor entró a trabajar, ellos pelean más que antes, mi mamá permanece menos en la casa y mantiene retrasada con la encuadernación del pedido de las libretas de percalina verde. Como mañana es día de fiesta, mi papá no va a abrir la imprenta. Parece que se va a cambiar de ropa para irse a tomar al bar de Clímaco. Entre lágrimas, mi mamá le ha gritado a mi papá que él ha utilizado lo del regalo de Fanor como excusa para poderse ir a tirar paso, emborracharse y pasar la noche con la moza que se consiguió en Palmira y ahora trabaja en el bar de Clímaco. Mi papá ha salido del baño envuelto en una toalla y puño en alto hace el ademán de asestarle un golpe, esta vez en el ojo bueno. Mi mamá grita, se cubre la cara con sus manos y sale corriendo hacia el cuarto de ellos. Yo trato de intervenir y acabo tirado en el piso de un empujón que me ha dado mi papá. De nuevo pienso en el tren de las seis, el que sale para Armenia. El porrazo me ayuda a ratificarme en mi decisión. Del radio AEG, recién comprado para el día de la madre, surge la voz de una cantante con un bolero de moda: “No me escribas yo prefiero no tener noticias tuyas, tengo miedo mucho miedo que tus cartas me hagan mal...”. Dejo a mi papá alegando mientras se afeita y me refugio en mi cuarto. Adelina, la muchacha que trabaja para nosotros, está terminando de hacerle trencitas a su hija de cinco años. Me mira al fondo de los ojos, se percata de que mi papá no la vea y me dice algo inaudible pero que interpreto como una muestra de solidaridad conmigo. Hace dos días, estando solos, le mostré una revista escrita en inglés que me encontré en la imprenta y traje oculta; tiene muchas fotos de mujeres y de parejas desnudas. Ella también se excitó y mientras la niña jugaba en el patio con otras niñas vecinas, me llevó a su cama, en el cuarto donde se guarda papelería impresa y, por estos días, el arrume de libretas verdes que encuaderna mi mamá. Me tocó, y al comprobar que estaba listo, se alzó la bata, se bajó unos calzones blancos de pepitas, se recostó sobre el bordo del colchón y me ayudó a desvirgarme. De mis compañeros de clase sólo faltaba yo. Ahora, al verla con su hija, presiento que me va a hacer falta cuando recuerde lo que hicimos o cuando me antoje del dulce de piña que me cocinaba. El portazo de mi papá al marcharse me sobresalta. Mi mamá le lanza un insulto a manera de despedida y casi enseguida se mete al baño. La oigo maldecir su suerte, el estado de su ojo enrojecido y la desgracia de haberse casado con él. Le pide a la sirvienta que le lleve un cubo de hielo. Comienzo a diseñar mi plan de huida. Sisando los mandados de los últimos días y guardando con esmero los centavos que me dan para el recreo en el colegio, he reunido lo suficiente para pagar el pasaje en tercera clase, en el caso de que el inspector del tren me pille aunque es imposible porque es fácil evadirlo cuando comienza a revisar y perforar los tiquetes. El recurso de estar siempre un vagón delante de él no falla y cuando llega al último se tiene el recurso de pasar por un lado de él, señalarle un grupo de viajeros en el fondo. El inspector cree entender que una de esas personas es el padre, en tanto que uno corre veloz al primer vagón, luego se esconde en el baño y así, jugando al gato y al ratón, pasan las ocho horas que dura el viaje. Empaco en una chuspa de papel un bluyín, una camisa nueva con estampados de las noticias de prensa de la Vuelta a Colombia, unos calzoncillos, un par de medias. Dejo bajo la cama los mocasines del colegio y alisto los tenis Croydon. Mi mamá ha salido del baño tras media hora de quejarse, llorar y cantar “Cenizas”, de Toña la negra. Se ha bañado y arreglado el pelo negro y largo que le cae sobre los hombros. Sin dejar de cantar, en su cuarto comienza a maquillarse. En minutos consigue disimular la tumefacción de la ojera, lo que llama el ojo colombino. Luce bonita, fresca y alegre. Vuelve a consultar el reloj de péndulo del comedor. Son ya las nueve y media de la noche. Intuyo que va a salir. Sin quitarme la camiseta, y en calzoncillos, me siento en la cabecera de la cama. Abrazo una almohada con la intención de poner encima la cabeza, sin acostarme, porque tengo que evitar que me domine del todo el sueño y pierda el tren de las seis de la mañana. Como la estación está más o menos cerca, sé que puedo marcharme a las cinco de la madrugada. Justo antes de que logre acomodarme del todo, apenas apagada la luz de mi cuarto, escucho silbar en la esquina. El silbido me hace presentir algo que corroboro con sólo pararme en la cama y mirar por la ventana. Medio oculto en la esquina está Fanor, el nuevo cajista de la imprenta. Vuelvo a la cama, finjo dormir y mi mamá abre la puerta un poco, me echa un vistazo y sale de la casa con cautela. Vuelvo a mirar por la ventana y los veo juntos abordar un taxi. Un cuarto de hora más tarde, se abre la puerta de mi cuarto. Es Adelina, que me insinúa su deseo de que lo hagamos otra vez. Yo, que siento miedo y remordimiento por lo que hicimos, la rechazo con un gesto. Ella se encoge de hombros, cierra la puerta y se va para su rincón en el cuarto de la papelería. De nuevo siento ruidos sobre el techo de la casa, que es de un piso y está situada en el Barrio Porvenir, en la calle 30 con carrera cuarta, es decir, que de aquí a la calle 25 con carrera quinta, por donde está la estación del ferrocarril, me gastaré menos de quince minutos… Un estruendo como nunca he sentido me ha despertado. Vuelo por el aire. Tenía la espalda pegada al testero de la cama, y la pared de bahareque se ha desintegrado. El techo se ha caído a pedazos y deja ver el cielo y una gran humareda rojiza. Todo es un mar de polvo, se ha ido la energía eléctrica. No puedo ver bien. Oigo gritar a Adelina: “se murió mi niña Dios mío, se murió mi niña”. Estoy de pie y camino como borracho hacia el cuarto donde están Adelina y la papelería. Ella no tiene ni un rasguño, igual que yo. La salvaron de la explosión la papelería y las libretas verdes acumuladas, no así a su niña, que le cayó una viga en la cabecita y la mató al instante. No sé qué me salvó a mí pero aquí estoy, tratando de ayudarle a Adelina a retirar la pesada viga de madera que le destrozó el cráneo a su hijita. Me pide que vaya a buscar ayuda y salgo a la calle de inmediato. Como en una pesadilla, igual a las que sufro cuando tengo fiebre, veo gente sangrando, quemada, desnuda. En las calles tropiezo con cadáveres mutilados, renegridos por las quemaduras. Muchas casas arden. Comienzo a sentir el ensordecedor sonido de sirenas y carros de la Policía y el Ejército. Sigo caminando como en sueños. Me siento extraviado, ya no reconozco las calles, casi todas las casas han sido destruidas, están en el suelo o han sido borradas. Adelina y su niña se van alejando de mis propósitos y ahora pienso en mi papá, en mi mamá, en mis tíos y con rabia recuerdo a Fanor. El instinto me lleva a buscar a Gráficas Heildelberg, la imprenta de mi papá. Camino y camino por las calles que presumo cercanas al local. Luego de un tiempo indefinible, a lo lejos alcanzo a distinguir a varios bomberos sofocando otro incendio. Sin despertar de la pesadilla que he sufrido hasta este instante siento que me sumerjo en una nueva: ahora estoy ante el derruido local. Con sorpresa y horror veo cómo sacan el cuerpo de mi papá y tras descartar cualquier posibilidad de vida lo amontonan con otros cadáveres. Grito con toda mi capacidad de dolor y asombro. Trato de abrazarlo. Alguien me aparta del cuerpo magullado y sangrante. Son unas manos benévolas pero firmes. Es lo último que recuerdo antes de sentir que caigo en un enorme pozo de color rojo que huele a pólvora y papel quemado.
Mis catorce años no son impedimento para comprenderlo todo de un golpe que, por momentos, es más y más cruel. Cali ya no es Cali, como no puede ser ninguna ciudad con ciento veinte manzanas afectadas por la explosión. Con miles de muertos, heridos, desaparecidos. Una estación de la que ya no saldrá el tren que habría de llevarme lejos de casa, a salvo de las batallas de mi papá y mi mamá. Estoy en manos de mis abuelos paternos. Dicen que me llevarán con ellos para Armenia. Pasados los días, casi todo se sabe. La prensa está amordazada, dicen los viejos. También la radio. Sin embargo, se conoce que ocho camiones cargados con dinamita estallaron cerca de la estación del ferrocarril y el cuartel del Ejército. No se sabe quién fue ni por qué lo hizo. He oído a un tío comentarle a otro tío que mi papá murió porque a la hora de la explosión de los camiones con dinamita, estaba trabajando en la imprenta, solo y a escondidas, porque había decidido recibir un trabajo de falsificación de estampillas de rentas departamentales. El cadáver de mi mamá fue encontrado lejos de la casa. Por el milagro de estar vivo, hice la promesa de no contar con quién estaba ella aquel siete de agosto a la una temprano.
Circasia, 14 de julio de 2007
7. Los cucos de Loli
A José Raúl Jaramillo Restrepo
Los vientos de agosto conseguían que al tremolar fueran una bandera libertaria, y en su agite, grito de gozo; que sembraran de premoniciones aquellos afortunados días en que no llovía, durante los dos escasos meses con cielos veraniegos, en nuestra comunidad semirrural que posaba ante el desposeído municipio como condominio campestre.
A salvo de las reconvenciones de nuestras esposas, las miradas de los hombres del vecindario solían convergir en aquellas mariposas triangulares negras, rojas o fucsias; de lycra o algodón; con encajes o sin ellos. Un abigarrado deleite visual que podía avistarse desde todos los ángulos del condominio. Era inevitable entonces que la imaginación transitara entre esos banderines desplegados, nuestros sueños y su dueña. No obedeció a la casualidad ni al amor a la ecología que, en tácito acuerdo, todos nosotros hubiéramos adquirido catalejos o binoculares y, como acción superlativa, un telescopio de óptimo desempeño, en el caso de don Gustavo Adolfo, el único vecino rico.
En concordancia con su nombre, don Gustavo Adolfo aprovechó su heredada experiencia como terrateniente, comerciante y hombre de negocios. En la primera asamblea de copropietarios se hizo a la presidencia del condominio con holgura de votos. Coincidiendo con la primera elección del paranoico presidente que tuvo Colombia largos años, don Gustavo Adolfo le imprimió a su vida un giro considerable a la derecha. Uno de nosotros, entonces, lo bautizó como el generalísimo.
Proscribió de su casona el baile, limitó al máximo el licor que antes corría por ella a raudales, de la mano con la música de Richie Ray y la Sonora Matancera. Estrechó sus relaciones con el jefe de policía del pueblo, luego de instalar un complejo sistema de alarmas y comenzar a ausentarse durante quincenas del condominio del cual era su máximo y vitalicio representante, ordenador del gasto y administrador, dignidades a las que sumó la de censor, cuando expidió una circular que prohibía secar la ropa en lugares abiertos o de fácil acceso visual, es decir, en los patios. Todo ello, en aras de evitar la contaminación visual y por aquello de la estética y el estatus social del lugar.
A la postre, esgrimiendo razones de orden constitucional como el derecho al libre desarrollo de la personalidad, la privacidad, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión como supremo principio de la democracia, y otros tantos y hondos argumentos, impedimos a la manera de Fuente Ovejuna que tal despropósito dictatorial lograra constreñir nuestra libertad de secar la ropa a cielo abierto, y, de paso, el libre albedrío de ella al hacer flamear el símbolo de nuestros sueños y de su inenajenable soberanía sexual.
Aunque en el pasado no eran frecuentes las visitas y menos las reuniones sociales, en cuanto nos fue posible empezamos a coincidir en varias tareas comunales, como recoger las hojas de los árboles, desatascar algún automóvil atrapado entre los infaltables barriales, pasear nuestros perros, preparar fiestas de cumpleaños. Incluso, incurrimos en la pretensión de armar un equipo de fútbol que terminó siendo un combo de jugadores de dominó. Entre charlas y juicios sobre la Selección Colombia, las cortinas de humo del presidente del país y las alcaldadas del generalísimo, a salvo de la sensibilidad auditiva de nuestras mujeres, el tema clandestino y de obligado desarrollo era ella, el objeto del erotismo colectivo.
Batíamos la coctelera de opiniones, fantasías, conjeturas de todos los colores, dimensiones y calidades. Alguno partía de su origen, su explosiva adolescencia en el parque y las calles del municipio adyacente al condominio: un pueblo de arquitectura anárquica donde lo único digno de visitarse, irónicamente, es el cementerio, tal vez porque es un cementerio libre, de fama mundial.
Era inevitable que el hilo narrativo de nuestros recurrentes foros, registrara de cualquier modo la circunstancia del prematuro matrimonio de la apetecida vecina, su triple maternidad y su posterior separación de un marido que, en definitiva, nunca nos cayó bien. Estar separada era el estado civil perfecto para el club de facto de mirones, que compartíamos nuestra verde libido con el paisaje de la cordillera Central.
Alguna vez, unos años atrás, un vecino de procedencia tan oscura como la fuente de sus ingresos, deslizó en un asombrado corrillo de condóminos, una sarta de referencias en su estilo narrativo de mafioso en ciernes, que daban cuenta de las maravillas amatorias de nuestra vecina. A pesar del desprecio que nos despertaba su bochinchera manera de hablar, de presumir y de pensar, su pretendido conocimiento sobre ella sobrealimentó la temperatura hormonal del vecindario masculino.
Muchos de nosotros vimos crecer los hijos en el condominio. Nuestras hijas se hicieron preadolescentes; luego, muchachas hechas y derechas que mordieron el cebo de la globalización, el reguetón y el ideario de la estética de la anorexia.
Tras el discurrir de días y días que sumaron años, nos fuimos volviendo viejos, pensionados, intolerantes, circundados por la estrechez económica, las indeseables defecciones de la próstata, las disfunciones y los proyectos irrealizados. Contrario a nosotros, sus vecinos, la bella Loli siguió siendo la misma, la de formas ideales, piernas sinuosas, senos rotundos, labios llenos, boca amplia como sus sonrisas, caderas y nalgas de conturbadora firmeza, capaces de derribar un imperio.
Como si hubiese interpretado nuestra recóndita voluntad, no incurrió en traición alguna: siguió siendo la misma mujer treintañera, madre de tres hijos más viejos que ella, separada, risueña y sin amante conocido. En suma, fiel al Eros colectivo. Fiel a la población masculina y mayor del condominio: a nosotros, que continuamos celebrando con júbilo religioso el diario ritual voyerista, con el alma y los ojos levantados y puestos en sus cucos libertarios.
Ella nos ha pertenecido y está predestinada a pertenecernos. Es nuestro símbolo sexual, nuestro estandarte, la afirmación de nuestra libido que, por desgracia, pierde firmeza. Ella seguirá caminando por las vías peatonales del condominio o por las calles del pueblo y siempre habrá alguno de nosotros con la mirada puesta en el ritmo de sus caderas, mientras sus nalgas prietas se mueven airosas, con la misma generosidad con que reparte sonrisas a diestra y siniestra.
Lejos y tan sepultado como el generalísimo, ese urticante censor, dictadorzuelo de patio trasero, muerto de un oportuno infarto, quedará el malogrado propósito de prohibirle a la comunidad de condóminos que se priven de mirar a Loli, de asistir al proceso de secado de sus cucos, inmensurable estandarte de nuestras viejas y nuevas alegrías. También ahora, muerto el generalísimo, de vez en cuando alguno de nosotros, con la complicidad de los binóculos, logrará acceder a la habitación donde Loli suele quitarse, lenta y coqueta, el sagrado fetiche que por años nos desvela y empuja hacia el culto a Onán. Esa suprema consagración de los sentidos se convierte en un premio a nuestra constancia, al interminable otear a través de los lentes con la presunta intención de avistar pájaros o intrusos. A mañana y tarde, Loli se expone a nuestro inconfesable voyerismo, sin imaginar que el ademán de sus pulgares curvados a lado y lado de sus caderas, accionados sobre la pequeña tira que los sostiene, en el momento supremo cuando se los quita, nos catapulta al paraíso. Por lo menos una vez a la semana consigo verla, cuando llega de la escuela donde oficia como maestra de preescolar. Al atardecer, un poco antes de que anochezca y cuando aún hay sol, ella se despoja de la adorada y bendecida prenda y se mete desnuda entre las sábanas a leer, antes de entregarse a sus sueños, esos sueños en lo que jamás estaré yo, ni estaremos nosotros.
Sé que no fui yo. Intuyo que no fue uno de nosotros. Mucho menos ella. En todo caso, el escándalo que propició su viuda, sin duda llegó a los mismos infiernos, directo al alma del generalísimo. En el momento de acomodar el cadáver en el ataúd, tal vez a manera de pasaporte a la dicha eterna y perdurable, la mano del extinto censor sostenía la sensual enseña de nuestras fantasías.
Circasia, julio 8 de 2007
8. La muerte de Gardel
A la memoria de Aníbal Moncada
El voyerismo del animador del Patio Gardeliano ha dejado el testimonio de su paso en las flacas paredes exteriores que dan al escenario y al gastado salón: multitud de agujeros desde diversa altura le alimentan su afición, en tanto que les permiten a ellos, los músicos, observar quién llega, quién se va o, como en este instante, quién alborota el salón y por qué causa ha esgrimido presuntuoso un revólver y apunta a la foto que domina la pared izquierda del escenario, desde la que Gardel los cobija con su sonrisa de celuloide, indemne al trote de los años, justo en este aniversario número sesenta y dos, luego de su muerte en el aeropuerto de Medellín, en 1935.
El alborotador ha sido obligado por sus amigos a sentarse y guardar el arma, aunque no consiguen acallar su babeante diatriba contra el morocho del abasto: “Ya no te necesitamos gardelito porque aquí hay uno que canta como vos”.
En éste, como en cualquier camerino del mundo, los músicos miman afectos, odios y quimeras de artistas pobres, enfrentados a un duro quehacer y al inquirir diario de qué vendrá después de cumplido el contrato, dónde será la próxima estación para escampar las carencias económicas y poner a volar canciones y desvelos. En un camerino también parece existir una rendija, dispuesta para colar sus miserias, y de ahí que más de un músico se inscriba en el itinerario de la adicción a la marihuana o a la falopa.
Un camerino ofrece al músico el cálido refugio que parece retrotraerlo al útero materno, que lo libera en los momentos de descanso de la angustiosa impotencia provocada a veces por un auditorio que demuestra su hostilidad o indiferencia, hablando y hablando.
En un camerino los músicos pueden dilucidar y resolver la problemática del país, que la economía, la política y las luchas sociales no lograron en ochenta años. Pero también pueden inundarse de pánico ante la inminencia de otra salida a escena, teniendo espectadores como el borracho vocinglero que de nuevo se ha parado a gesticular con su revólver ante la foto de Gardel, a tiempo que exige a gritos que cante Firpo Escobar: “Que canta tan bien como vos pero mejor que vos porque está vivo y está aquí y no es un argentino creído”.
Un camerino es el sitio propicio para sembrar en la memoria aquellas fechas que luego obrarán en el expediente de su discurrir de artistas del montón, como son el ciego Hermínsul y Daniel Díaz , quienes desatan sus íntimas emociones escudados tras la ejecución de un instrumento que no musita palabras pero sangra notas que contienen dentro de sí el júbilo o esa pena que se ha ido madurando de show en show, en este cubículo inexpugnable, de paredes endebles, territorio libre, extraterritorial, a salvo de la torva mirada del borracho que continúa con su exigencia de Firpo Escobar, el Gardel colombiano, quien ya ha llegado al escenario y pide ahora un aplauso para Hermínsul Restrepo y Daniel Díaz, sus compañeros, y asustado respaldo musical en los próximos cuarenta y cinco minutos.
Mientras el ciego Hermínsul sueña con la negra Araceli, Daniel Díaz se apresta a salir a la tarima acompañado por el perro fiel de su bajo. Sin palabras, frente a las luces, las voces, el humo, los gritos y los borrachos, tratan de ignorar al fulano que insiste en pegarle un tiro al Gardel de la foto porque: “¡Aquí tenemos un negro de Medellín que canta mejor que vos argentino hijueputa!”.
Ahora Firpo Escobar, como todas las noches, entona “Tomo y obligo”, el último tango cantado por Gardel en Bogotá, un día antes de morir incinerado con todo su elenco dentro del avión, aquí en Medellín. Al cantarlo, Firpo Escobar tiene la antigua certeza de que puede exorcizar todos los males y peligros que circundan la ciudad por estos tiempos.
Y así como siempre lo canta en su entrada a la tarima, con la misma convicción y otro tanto de terror nunca entonará aquellas frases premonitorias y prohibidas para cualquier tanguista: “Adiós muchachos compañeros de mi vida/ barra querida de aquellos tiempos/ me toca a mí emprender hoy la retirada/ debo alejarme de mi buena muchachada...”.
Los primeros cuarenta y cinco minutos han sido llenados con tangos gardelianos. El público ha sido receptivo aunque el borracho no ha cedido en su empeño de gritar, exhibir el revólver y apuntar a la foto de Gardel, el zorzal criollo.
De nuevo en el camerino, mientras Daniel revisa la cifra armónica de un tango de Piazzola, que intuye condenado a suscitar más críticas adversas que aplausos, pero que encarna de manera fiel su rebeldía ante la rutina, el ciego Hermínsul enciende su interminable acción de hablar y hablar. Ahora se enfrasca en una reflexión de músico triste:
“Hermanito, esto de saberse ciego sufrir por ciego, comportarse como ciego y sacarle partido a ser ciego, es cosa que sólo se entiende siendo ciego y no hay Santa Lucía que valga .Por eso es que en estos días y con estas ganas tan guardadas se me revuelve todo por dentro y me pongo a pensar y pensar en mi condición y en el asunto con Araceli. Pero vos sabés cómo es el viejo Ancízar: a toda hora encima de mí, diciéndome dónde debo y dónde no debo estar, de quién debo o no debo ser amigo, dónde alzar el pie, dónde bajarlo, cuándo debo sonreírle a un empresario y cuándo debo mostrarme serio mientras que él, por el hecho de ser mi padre, decide cuándo y cuánto se cobra y en qué momento puedo tomarme unos aguardientes, como si yo no supiera que mantiene bebiendo a toda hora gracias al poco o mucho talento musical de su hijo. Hermano, sepa que fui abandonado por mi madre y al parecer sólo vine a este mundo hijueputa a ensayar y hacer escalas y transportar tonos y rebuscar armonías, beberme los botones de la izquierda y volar con los de la derecha porque hasta zurdo nací. Mientras pasan los días interminables encerrado en la pieza, para distraerme sólo puedo oír los parlamentos de las telenovelas o uno que otro casete. El viejo Ancízar ronca su borrachera de la noche anterior y yo dele que dele al fueye y practique que practique ejercicios difíciles como tocar a dos voces con ambas manos como lo hacía el viejito argentino que se estuvo escampando de la última dictadura militar de su tierra aquí en el Patio Gardeliano hace unos años y me vendió su fueye para poder regresarse a Buenos Aires, antes de que vos entraras a este laburo”.
Daniel aprovecha una duda que le surge con la cifra armónica que revisa, y consigue que el ciego detenga por un momento el torrente verbal de sus quejas y añoranzas. El privilegiado oído de Hermínsul, para Daniel Díaz está revestido del carácter de última instancia. Su capacidad auditiva se ha sobrepuesto a los celos profesionales de los músicos de Medellín, quienes van más allá del reconocimiento público y lo han rodeado del mito. Según se dice en el medio, Hermínsul tiene oído absoluto y esta cualidad le permite identificar cualquier nota de manera aislada o precisar la tonalidad de cualquier canción, sin que le sea necesario apoyarse en su propio instrumento o en los usuales recursos del solfeo. Además, su genialidad está reforzada entre sus colegas por el hecho, no sólo de ser ciego sino de que jamás pisó una academia de música o recibió clases particulares. Como si fuera poco, la historia del tango en Colombia sólo registra dos bandoneonistas: Saúl Valenti y el ciego Hermínsul.
Sin que nadie lo sepa, calla, para sí mismo y en todos los sucesos de su vida en tinieblas, la dura verdad del odio que siente por Ancízar, su padre. Jamás confiará a nadie ese sentimiento que advierte como una imperdonable trasgresión.
Araceli, morena de insólitas preferencias por el tango, contrapuestas a su veinteañez, experimenta tanto aprecio como lástima hacia el bandoneonista ciego; con él pretendió urdir una cierta aventura a espaldas de Ancízar, a quien desprecia y cuya renuencia al baño y la afeitada diaria le repugnan hasta el borde de las náuseas.
Araceli intuye un estado de extremo abandono sexual en Hermínsul. Y como sus colegas, alimenta la creencia de que un cliente virgen trae buena suerte. Es tal su convicción que, sin demostrar su asco, se ha prestado a que Daniel Díaz, el bajista, con el beneplácito y complicidad del administrador del boliche, meseros y bailarines haya tratado durante varias noches de que Ancízar caiga rendido por la mezcla de licores, servidos por unos y otros, de tal suerte que ella pueda escaparse con él a un hotelito por horas, próximo al lugar. Su solidaridad ha llegado hasta el punto de dejarse manosear los muslos por debajo de la mesa del reservado, en la trastienda.
La última vez que urdieron el plan, Ancízar se dejó masajear el ego con las frases melosas de Araceli, quien le servía sobredosis de aguardiente alternadas con ron y vodka, a tiempo que ponderaba la enorme capacidad de macho bebedor el maloliente lazarillo. Y, en efecto, luego de saturarlo de alcohol y permitirle hasta besuquearla, Araceli y la gente del Patio Gardeliano consiguieron que el padre de Hermínsul se doblara sobre la mesa. Pero la euforia de la gente y la excitación del músico se fueron a pique cuando, justo en el momento de cerrar y una vez abandonado el borracho en medio de sus babas y ronquidos, llegaron al Patio Gardeliano varias camionetas de vidrios opacos con una personas de inocultable oficio, que en exclusividad dispusieron el cierre del local y la presentación de todo el elenco.
De esa noche Hermínsul guarda malos recuerdos, a pesar de que fue retribuido con largueza por los peligrosos clientes y sólo le reportó a su padre una pequeña parte del dinero que, además, recibió en dólares. Malos recuerdos, porque desde el día siguiente Araceli no volvió al boliche y sólo dos semanas después se enteró de la llegada de una postal, enviada al personal desde Aruba por la morena que viajó con uno de los exclusivos clientes.
Resuelta la duda planteada por Daniel Díaz, el ciego reasume con verdadera tristeza de tango su reflexión:
“Pero bueno hermanito lo pasado pasó y ahora vamos a darle a lo que vinimos: a tocar y tocar aunque al que le dio por armar escándalo con Gardel no deje oír a la otra gente. Pero en fin, vos y yo también podemos tocar y cantar para nosotros mismos cuando nos quedamos solos aquí o hay poca clientela y no nos pide los mismos tangos de siempre. Pensando en eso traía hoy la intención de hacerle cantar al gordo Firpo Escobar ese tango de Piazzola y Horacio Ferrer que no tocamos desde la noche en que volvió Araceli del viaje a Aruba”.
Sin vacilación alguna, el ciego se para y cruza el camerino para detenerse frente a un armario metálico oxidado, lleno de rayones y burdas anotaciones de cientos de músicos que han pasado por el Patio Gardeliano. Saca de un bolsillo un llavero de pata de conejo, inserta en el precario candado una llave y extrae una máquina de afeitar de cuchilla grande y discontinuado modelo. Se dirige ante su bandoneón, cuyo estuche ha sido reconstruido y forrado en la moqueta gris oscura que en profusión utilizan músicos y sonidistas.
Comienza a palpar el estuche y a pasar la maquinilla para afeitar la fibra que se ha ido deshilachando por el roce y el uso de la maleta, a tiempo que arruga el entrecejo con un gesto característico de invidencia y alza la cabeza hacia donde presume que está Daniel Díaz y le expone de manera reiterativa la parte de la historia que éste conoce con suficiencia de detalles, como aquellos de que cuando Araceli llegó de Aruba y para evitar que el viejo Ancízar no sospechara, se subió al escenario y le dijo al oído que quería con más ganas que nunca acostarse con él, por lo que el ciego le prometió que con la ayuda de Daniel y la complicidad de la gente del Patio, pronto sería posible escapársele al viejo.
“Pero ya ves: casi dos semanas bregando a emborracharlo pero el viejo, como si lo intuyera, no quiere pasar de la media botella de aguardiente que es su capacidad máxima de aguante sin doblarse y por más que Araceli, vos, los meseros y los bailarines le sirven trago y lo engrupen y le dicen que él es todo un varón para beber, el viejo nada que muerde la carnada .Te confieso que está comenzando a desafinar dentro de mí la esperanza de perderme con Araceli. Y si te cuento que en la vida apenas he hecho el amor con dos mujeres a lo mejor ni me creés… pero así es la cosa y es que no más ponete en mi lugar y pensá cómo transcurre mi vida si por la mañana despierto y busco el radio con las noticias y hago pereza hasta que llegan las doce del día y mientras el viejo Ancízar ronca que te ronca. Finalmente despierta y me prepara un café porque desde niño, cuando incendié la casa de bahareque en Manizales, le cogí terror a las estufas. Entonces el viejo se viste así no más sin bañarse y baja hasta la tienda de la esquina y al momento trae leche pan y chocolate para el desayuno y me lo sirve en la mesita de noche, al lado del cenicero repleto de puchos mal olientes de la noche anterior. Luego yo me baño y día de por medio me afeito pero sé que quedo mal y tengo que recurrir a él para que me empareje la barba y todo por falta de una mujer en la casa porque ya te he dicho que ninguna empleada nos dura porque el viejo Ancízar no las deja tener vida de tanto tocarlas. Por eso la mayor parte del año vivimos solos, en medio un desorden y un abandono que aunque no lo veo lo siento en la yema de los dedos en forma de polvo o de ceniza y unido a ese insoportable olor a puchos y mugre alborotada por todas partes. Y ni hablemos del baño y el sanitario o de los colchones y las almohadas porque terminaré por amargarme esta noche que puede traer buenas sorpresas como la posibilidad de que venga Araceli y emborrache otra vez al viejo Ancízar hasta enlagunarlo…”.
Al final, el borracho se ha salido con la suya. Evade el cerco de brazos de sus amigos, borrachos también, desenfunda con éxito el revólver y desata una lluvia de tiros. Al unísono suenan las sillas que se corren a toda prisa, la clientela que corre y grita, las mujeres que emiten chillidos de histeria y la música que se corta de manera abrupta.
Entre las flacas paredes de un camerino también es posible reunir el dolor y la impotencia de dos músicos: Daniel Díaz, bajista, y Hermínsul Restrepo, el bandoneonista ciego que se pregunta dónde está su fueye, por qué no llega Araceli, qué se hizo su papá Ancízar y por qué siente que el camerino poco a poco se desvanece con ellos, en tanto que sobre un bolsillo de su camisa exhibe como condecoración bohemia la roja impronta de un balazo dirigido a Gardel.
Circasia, julio de 2006
9. El olor del encierro
A Gustavo Ramírez Aristizábal
Cuando el olor llegó a la Recaudación de Hacienda de Córdoba, Javier Duque de inmediato se percató de que el epicentro estaba justo bajo su escritorio, y aunque luego se expandió a todo el piso, desde el comienzo los esfuerzos de la aseadora, que pagábamos entre todos, se enfilaron a desodorizar el área laboral del recaudador.
“Se presentó de un golpe, como una puñalada”, recordaría Lolita, en contravía de todos los demás, quienes advertimos la presencia de aquel olor como una visita que llegara al mediodía, sudorosa y arrastrando los pies, luego de coronar la penúltima cuesta que descansaba en el parque principal.
Y con los años, reforzadas algunas imágenes que nos suelen traer las cinco de la tarde, aún creemos ver a Javier Duque armado de un atomizador repleto de esencia de vainilla, con esa mirada que nos envolvió a manera de interrogación y despedida, al ser detenido por el ejército antes que a nosotros unos días después.
Una vez posesionado aquel olor, se instauró en nuestra oficina un complejo ritual de enmascaramiento; de fregar y refregar creolina, cuya percepción estaba asociada a las mañanas en los bares de la zona de tolerancia; de levantar una tras otra las tablas del piso los sábados; de quemar sahumerios, papel de Armenia y todo cuanto fuera incinerable. Regábamos vinagre sobre piso, poníamos bicarbonato de soda en los rincones, y aunque algunos días de lluvia el olor aparentaba acogerse a una tregua, una vez regresaba el calor de la tarde se reforzaba su repulsiva gestión, siempre concentrada en derredor del escritorio de Javier Duque.
Desde el primer día hubo consenso en cuanto al origen del olor: era orgánico, y si bien al borde de los siete meses aún no precisábamos su procedencia, por lo menos y con asombro concluimos que ninguna mortecina podía durar tanto tiempo y que, menos aún, una rata hubiera muerto bajo el tablado, varias veces sometido a inspección centímetro a centímetro.
Aunque en un minuto descartamos la posibilidad, en cuanto percibimos aquel olor también inculpamos a los tres bultos de ropa usada, medicinas, calzado, cobijas, ruanas, linternas, granos y enlatados, traídos a la Recaudación de Hacienda por Gorila, el carretillero del pueblo, luego de que Javier Duque realizara la colecta habitual de fin de mes en Córdoba , que se hacía con el aparente propósito de favorecer las obras de caridad de la Cruz Roja de Caldas, pero que todos, excepto Lolita, la secretaria, sabíamos cuál era el verdadero camino que tomaba.
Tanto el alcalde como el juez, el padre Ananías así como el médico, el director de la escuela, e incluso un funcionario del ministerio de Salud Pública que pasó por el municipio, dirigiendo la fumigación casa por casa con D.D.T., investigaron, opinaron, debatieron y erraron en sus apreciaciones y, al igual que nosotros, comenzaron a convivir con el fenómeno, del mismo modo como Córdoba había aprendido por fuerza a cohabitar con las noches cruzadas por detonaciones anónimas de armas de todo tipo, alcance y color político; con las madrugadas pródigas en hallazgos de cadáveres, casi siempre de miembros del partido mayoritario y en el que, salvo Lolita, militábamos los empleados de la Recaudación de Hacienda Nacional.
Entre tumbos y dolores, un virus de gripa asiática que invadió buena parte del país y nos confinó en cama por una semana, el dólar a la par con el peso, el retiro del equipo antioqueño de la Vuelta a Colombia y el primer televisor en el pueblo, el año cincuenta y siete mordía ya su final, con el augurio de paz para los bandos irreconciliables.
Repuestos del miedo a la presencia militar de una dictadura que debutó entre aplausos y acabó entre chiflidos, como tenía que acabar, también ese año nos aprestábamos a concurrir a un publicitado plebiscito que traería el sosiego al país, con la primera actuación de las mujeres como votantes, quienes antes no tenían ese derecho por ser también la política cosa de hombres, si bien el terror y la sangre eran de todos.
Lolita, la secretaria, hubo de intervenir de nuevo en nuestras vidas con el propósito de salvarlas, merced a la mediación de su padre, adversario político nuestro que intercedió ante los militares, pretendiendo desconocer el destino real de nuestras periódicas recolectas, que iban dirigidas a Teófilo Rojas, alias “Chispas”, guerrillero liberal que ejercía el poder vindicatorio contra el gobierno y la capacidad armada de proteger la población.
En aquel domingo de noviembre, sólo bastó la muerte de un cabo y dos soldados en la zona de tolerancia para que el Jefe Civil y Militar del departamento de Caldas ordenara la detención de las personas que hubieran podido perpetrar los homicidios, auxiliar la comisión o enterarse por sí mismos o por terceros de su autoría. Es decir, todo Córdoba estaba incurso en la sospecha, así que el lunes de madrugada llegó el ejército a cada casa del pueblo, después a las mismas oficinas públicas y, sin que mediaran muchos argumentos, comenzaron por llevarse a Javier Duque. Luego a los demás.
Cinco días más tarde, tras compartir el encierro con toda la población en el parque principal, al reabrir con tristeza la oficina, asombrados advertimos que el olor había escapado y sólo volvimos a tropezar con él cuando Lolita, entre gritos, veinticinco días después reconoció en el anfiteatro el descompuesto cadáver de Javier Duque, el Recaudador de Hacienda.
Calarcá, junio de 1999
10. Escampar limitada
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“Es cosa de suerte y puede ser que no funcione cuando sí necesitamos de verdad que haga buen tiempo y que por lo menos no caiga un aguacero intempestivo de esos que se desatan en cuanto se anuncia el comienzo de un espectáculo público planeado y debatido y esperado y al que vienen el obispo y el gobernador y la prensa y las personalidades ausentes de Marcelia un aguacero de esos que se desgajan cuando los invitados están ya acomodados y la gente confiada porque las nubes y el cielo y el viento no presagian nada adverso a la realización del acto y cuando hasta la orquesta de Mario Vélez y sus Estéreos ha dejado a un lado sus prevenciones y se ha arriesgado a liberar de sus estuches los instrumentos mientras que el locutor-animador-periodista-promotor ha comenzado a entonar la obertura de su oficio de hoy con el aló-aló-uno-dos-tres-probando-sí-aló y la gente vuelve y mira hacia el cielo de Marcelia como consultando a la instancia superior qué pasará con el tiempo y qué será del espectáculo tan promocionado con tantas campanillas y ajetreos y sudores de señoras buenas y esmeradas de lo más granado de nuestra sociedad y que incluso han recurrido al señor caído de Buga ante la manifiesta incapacidad de Santa Bárbara para evitar que llueva sin excepción en estos actos masivos en los que bajo otras circunstancias gozarían por entero el rico y el pobre y el hacendado y el cogedor de café y el gobernador y la maestra y el policía y sin que tuviéramos que exhibir ante los otros pueblos el estigma de cielo roto donde lo único grato bajo la lluvia es el cálido retozar bajo techo en compañía de una de las miles de espléndidas mujeres del municipio cuya ardentía ha transpuesto las fronteras regionales y se ha instalado en la historia del país de tal manera que hace que ellas se nieguen a confesar su lugar de origen cuando están lejos de Marcelia mientras que por el contrario las mujeres dedicadas a la milenaria profesión de gratificar los sentidos digan que son de aquí de Marcelia sin que lo sean porque diciéndolo ascienden en el estatus sensual porque ellas consideran con razón que una mujer es más mujer tratándose de cumplir con los imperativos del sexo como de puertas para adentro lo creen todos los hombres del pueblo comenzando por Sócrates Palacio el alcalde que aceptó el reto de que puedo evitar la temida lluvia apenas cerremos la apuesta mediante un recurso que me pondré encima con forma de elegante gabardina italiana comprada en Argentina que logrará que mientras la tenga puesta reine el buen tiempo por más octubre que sea y porque mi condición es la de que si paro la lluvia Sócrates Palacio el alcalde me pagará con recursos del erario todos los gastos que demande mi permanencia en este circo-teatro o en cualquier otro escenario que exija tiempo seco para la realización de los festejos aniversarios del pueblo sin que él como primera autoridad ponga reparo alguno en el valor de los antojos de que quiera rodearme ni que haya de importarle si es una o son varias muchachas de la alegre casa de la Ñata Tulia siempre y cuando seamos discretos y el crescendo de nuestro jolgorio no perturbe la piadosa paz de las abnegadas señoras del club social de Marcelia que han trabajado todo el año haciendo rifas y veladas culturales e incluso han asaltado el bolsillo de sus maridos cuando llegan borrachos con el propósito común de darles esplendor a las fiestas y si yo pierdo la apuesta y llueve sólo tendré que aceptar que perdí y confesar que soy un embaucador más para añadir a la lista y que los gastos míos sumados a los de Sócrates Palacio correrán por mi cuenta y no se cargarán al presupuesto de la alcaldía”.
Con innumerables días soleados en su haber y una vez consolidado el prestigio de la gabardina italiana, Ivanhoe Jaramillo decidió que no podía continuar regalándole asesoría climática a la alcaldía en aras de la amistad con el burgomaestre y su amor por la tierra natal, así que le anunció a Sócrates Palacio su intención de venderle a la administración municipal de Marcelia el buen tiempo.
Con un capital declarado de cinco mil pesos, representados en cuatro mil de la sobrevaluada gabardina y mil entre la sexagenaria Underwood y demás elementos de oficina, le dio vida jurídica a la nueva empresa “cuyas acciones se encaminan a brindar asesoría en asuntos climatológicos”.
La creatividad publicitaria por aquel tiempo estaba en forzosa consonancia con el gusto y las directrices que imponía el desarrollo comercial de la capital del país, sólo que a Marcelia los adelantos llegaban con atraso. Muchos almacenes aún usaban estereotipos como visítenos para tener el gusto de atenderlo... Por eso cuando llegó la moda de los infinitivos, diez años antes de que se instalara el primero y único semáforo, el comercio y la pequeña industria vivieron la fiebre renovadora y se apresuraron a remozar sus razones sociales.
Escampar Limitada, la novel empresa que nunca acrecentó sus bienes de producción, en cuestión de semanas e instalada en la calle del comercio de Marcelia, aportó su enseña comercial al acervo publicitario que conformaban Imprimir, Ingeniar, Gestionar y Prestar Limitada, entre otras.
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“No faltó el secretario que me quiso montar la película del no-se-puede-Don-Ivanhoe porque su empresa no figura en el kárdex de proveedores del municipio y le falta la póliza de manejo y garantía y el estudio de factibilidad y el visto bueno de la oficina de Planeación y el Registro de Servicios y no figura en el Código Universal de Inventarios ni en la Resolución Orgánica Piloto y además no presentó Declaración de Industria y Comercio ni desvirtuó la presunción de Retenedor del Impuesto a las Ventas ni el visado del Cuerpo de Bomberos de Marcelia y mucho menos el Paz y Salvo de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia y así-sí-no-se-puede-don-Ivanhoe y me veo en la penosa obligación de objetarle el pago de la cuenta de cobro por concepto de servicios prestados en la misa campal concelebrada el día de los difuntos y también la correspondiente al desfile del Yipao y la del concurso de canto infantil El Cuyabrito de Oro y está bien don Ivanhoe yo le arreglo la cuestión pero que conste que no es por eso métala dentro de este sobre allá afuera y vuelva a entrar a la oficina y que no es por la plata en sí muchas gracias sino que usted sabe don Ivanhoe que yo también creo que la única forma de evitar la llovedera ha sido con la implementación de los métodos que nos contó que aprendió y trajo de la Reservación Indígena de Los Cheyenes de los unites estates y ya tiene las cuenticas firmadas y selladas y bien pueda don Ivanhoe pasarlas usted mismo y con toda confianza a la tesorería para que le giren el cheque hoy mismo y por aquí siempre a la orden lo que se le ofrezca bien pueda don Ivanhoe y entonces yo le seguí la corriente y le unté la mano de lo buena gente que soy porque me hubiera bastado con acusarlo ante Sócrates Palacio o negarme a asistir a los actos de la Noche de las Velitas y Faroles y se hubiera desatado una crisis administrativa en la alcaldía de Marcelia con su respectivo replanteamiento político”.
En medio de ires y venires de la empresa, muchos aguaceros pasaron de largo por el pueblo, y con otros tantos soles convergieron alegrías y festejos en la población. Para los forasteros que ignoraban el taumatúrgico quehacer de la gabardina blanca, Ivanhoe Jaramillo era el objeto de burlas y comentarios. Su figura alta, de antesala en la tercera edad, envuelto en una prenda impermeable bajo tardes de veinticinco a treinta grados centígrados, sólo podía producir hilaridad. Pero bien pronto del pueblo se saltó a la región y la empresa expandió sus servicios por cuanto reinado, procesión, mitin, fiesta y acto de masas se celebrara.
Dalila Pineda, taquillera del teatro Potemkin, también se sintió impelida a conocer mejor al hombre de la gabardina italiana, atraída por su inesperada aureola donjuanesca. En cuanto pudo, hizo abordar sus veinte años en el campo visual del repeledor de lluvias. Tres días bastaron para que empresario y taquillera, con hervores de tercer grado en sus sentidos, se aventuraran a penetrar al cafetal abandonado donde solía cristalizar sus fantasías Ivanhoe Jaramillo, hombre fiel al contacto directo con la naturaleza y a la contemplación estelar en noches fletadas al regocijo, al doble amparo de la gabardina que, extendida sobre la tierra, de paso le garantizaba un alto desempeño a las faenas de la luna que duchaba entonces de luz los cuerpos prietos, morenos y frescos, enmarcados por la impermeable blancura de la mítica prenda.
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“Algún día todo empezará a fallar y lloverá y lloverá por más que yo no quiera y el pueblo tampoco crea que puede acontecer y entonces será el acabose y de nada servirá saber que incluso encargué otras tres gabardinas para abrir sucursales en los otros pueblos distantes y de donde recibo a veces pedidos simultáneos y por eso creo que lo mejor que podré hacer ese día será dedicarme a ayudar a las obras sociales de la parroquia de Marcelia o a las de las damas del club Rotario sí mamita no lo puedo negar que me persiguen es cierto pero usted es especial y después de usted Dalilita ya no sigue ninguna más en mi vida se lo juro aunque he pensado también en que podría comenzar a estructurar un movimiento cívico para luchar por el Concejo y la Asamblea y hasta la Cámara y el Senado porque si un tipo como John Carriel Anaya lo ha logrado siendo poco menos que analfabeto por qué no yo que soy bachiller del Rufino Jota Cuervo no se afane negrita que yo siempre los cargo ni más faltaba que le saliera con una gracia de esas porque todo el pueblo me conoce bien y he contribuido al bienestar general así sea por pura suerte y eso no pueden negarlo ni mis enemigos si es que los tengo es pura impresión suya mi amor yo no escucho sino el galope desbocado y febril de su corazón y el mío y su voz de cristal aquí en mi oído...” .
El alambre de púas rasga su espalda tras otro esfuerzo orientado a la huida hacia la oscuridad que se le insinúa cuatro cuadras abajo. El alambre que se cerró a su desesperado propósito de correr, por el contrario, ha sido indulgente con la piel de la muchacha, y el camino parece acortarse para el desenfreno de los pies veinteañeros que, volando, coronan la penumbra cómplice. Las espinas aceradas no sólo han mordido la espalda de Ivanhoe Jaramillo; también la gabardina es presa de las mandíbulas de aquel cafetal suburbano abandonado.
Afronta entonces la tempestad de voces que emergen de un lugar impreciso, que lo envuelven con todo y noche:
¡Sinvergüenzas!
¡Llévesela para un hotel!
¡Degenerados!
¡Páguele pieza!
¡Viejo verde!
Cuando por fin puede trasponer el alambrado, que franqueara sin esfuerzo treinta y cinco minutos antes con Dalila, su furtiva compañía, Ivanhoe Jaramillo presiente lo que sobrevendrá luego de capear la tormenta de voces recriminatorias: sentirse devorado por el rumor creciente de los habitantes de Marcelia, resignarse a observar cómo ha quedado desgarrada la gabardina, fuente de ingresos y símbolo de su incuestionable popularidad. Es justo el momento en que decide capitalizar el escándalo y el escarnio para dedicarse al ejercicio pleno de la oratoria, el engaño y la intriga política, en la región que dos años adelante lo elegirá para ocupar un escaño en el Congreso de la República.
Circasia, enero de 2006
11. La multiplicación de los libros
Fernando, el librero, en cuanto lo llamé por teléfono, además de alegrarse por mi regreso al pueblo, de inmediato me contó que aún dormían en un estante los sesenta libros dejados en consignación diez años antes.
Aunque su dato estaba lejano del mío, puesto que conservaba un recibo de la librería que daba cuenta de que eran diez los libros confiados, no quise contradecir al librero que ejercía su oficio más como apostolado que como negocio. Dentro de sus colegas de la región era mirada con burla su forma de anteponer la literatura al negocio mismo, a pesar de que no era persona de fortuna. Por parte de escritores y poetas, gozaba de una bien cimentada fama de ser el único librero que respondía por los libros dejados en depósito, y además los pagaba.
Sin embargo y para sorpresa mía, horas después y en el local de Fernando pude corroborar su afirmación: en efecto, había sesenta libros. Cincuenta de ellos carecían de la primera página, justo donde se acostumbran escribir las dedicatorias.
Armenia, julio de 2004
12. Entre el Coir y el Cour: “todas las voces todas”
A Héctor Buitrago
La altura del andamio metálico y algunos árboles abajo, le hicieron evocar a Álex Gómez la escena de la ciudad de hierro en Marcelia, su pueblo. El recuerdo fue adobado por el sonido de saxo tenor que, reiterado en su memoria, atacaba In the mood. Las banderas rojas a sus pies, empequeñecidas por la distancia pero que sobredimensionaban el fervor y el tamaño de la manifestación, le parecieron de una simple grandeza: “son un mar de esperanzas proletarias” –pensó conmovido-.
El hilo de su nostalgia fue cortado por uno de sus compañeros, quien le pidió su autorización para invitar al improvisado escenario a un par de jóvenes hermanos que asistían a la concentración y pretendían una oportunidad para cantar algunas canciones. Álex Gómez expresó su apabullante negativa a la petición.
Siguió la marcha en su desfile de evocaciones y se detuvo en el episodio que cimentó su fama, proveniente más de la casualidad que del mérito: Sí. Era cierto. Estuvo en La Habana de los años sesenta, cuando el comienzo del bloqueo, los misiles, el asunto de Bahía Cochinos y la crisis, cuando el mundo hizo antesala a una tercera guerra mundial. Sí. En Cuba. Álex Gómez atesoraba la imagen de la tarde cuando saludó de mano a Fidel, a Raúl y al Ché Guevara.
Justo por aquellos días compuso la sencilla y oportuna tonada que invadió a Latinoamérica: “Cuba sí, Yanquis no” que le valió el asombro eterno de sus camaradas del barrio Policarpa Salavarrieta, de Bogotá.
El arribo de otro músico a la tarima lo trajo de nuevo al epicentro de la mayor manifestación obrera realizada, luego de la floración de María Cano y de la muerte de Gaitán: primero de mayo de 1974; por primera vez, aliadas las tendencias irreconciliables de la izquierda.
Por los altavoces atronaban las consignas. Cada Central Obrera competía en gritarlas con mayores bríos.
Álex Gómez saludó con manifiesta distancia a Ramiro Pombo, con quien, por fuerza de los acuerdos de unidad de acción, compartiría los nueve metros cuadrados de tarima:
“Compañero, hemos acordado cantar La Internacional luego del Himno Nacional, así que le cedo el puesto para que inicie el acto”. – Casi ordenó Álex-
Ramiro Pombo: “El Himno Nacional lo tendrá que tocar su benemérita progenitora o es que usted cree Alexgomerto que las vainas no han cambiado en este país y que ustedes van a seguir maniobrando y que nos vamos a dejar y que no vamos a luchar porque estemos todos en la cama o todos en el suelo y La Internacional la toco yo y si hay acuerdo la tocamos los dos y que el Himno Nacional lo canten a palo seco”.
“Compañero Álex, me da pena, pero creo que mejor invertimos la cosa. Usted toca el Himno Nacional y yo La Internacional”.
Álex Gómez: “¿Y este coiroso maoísta sectario creerá que me va privar del acompañamiento de La Internacional y que voy a dejar botada mi experiencia revolucionaria así porque así y porque él tiene un acordeón Hohner de 120 bajos nuevo y yo el Weltmeister de 80 que me regaló hace veintidós años la embajada de Alemania Democrática?”.
“Camarada, creo que mejor nos atenemos a lo que acordó el Comité organizador del evento”.
Ramiro Pombo: “Cuál acuerdo viejo arteriosclerótico-mamerto-sectario-maniobrero, si a mí no me consultaron nada y los compañeros del frente artístico tampoco me lo han confirmado".
“Hagamos lo siguiente, maestro: o consultamos al Comité ejecutivo central o tocamos La Internacional juntos. Le cedo, eso sí, el inmenso placer de tocar el Himno Nacional”.
Álex Gómez: “Claro que sectario y mesiánico y engreído como buen hijo de papi del norte y convencido de que siempre se tiene que hacer lo que digan los niños bien de la universidad de los Andes”.
“Vea compa: ya dieron la señal de arrancar así que empecemos por el Himno Nacional y luego hagamos La Internacional a dos acordeones, para que no discutamos. Total, nosotros somos amplios, democráticos y respetuosos de nuestra alianza y de las políticas de unidad de acción”.
Ramiro Pombo: “La pinga de la mica viejo revisionista caduco si cree que voy a transigir con los principios si primero es La Internacional y punto”.
“Maestro, de acuerdo: a dos acordeones, pero primero La Internacional. Usted sabe que para la Central Obrera Independiente Revolucionaria, Coir, tiene primacía el sentimiento revolucionario que despierta en las bases La Internacional, y que además el Himno Nacional está mandado a recoger”.
Álex Gómez: “Y dale con su discurso fanático maoísta hijo de papi que no conoce la realidad concreta y que no ha vivido de verdad la causa revolucionaria ni ha sufrido la represión en carne propia y sólo conoce la clase obrera en el libro rojo y en las fotos de China ilustrada”.
“Camarada, por favor, no le pongamos sectarismo al incidente. ¿Por qué no tocamos ya el Himno Nacional?”.
Ramiro Pombo: “Compañero Álex, insisto en que debemos comenzar con…”.
Atronador el río de las voces. El Secretario General de la Central Obrera Unitaria Revolucionaria-Cour- ya entonaba: “Ooh gloria inmarcesible, Ooh júbilo inmortal…”.
Cincuenta y dos mil trescientas tres voces cantaban y por momentos parecían coincidir en un mismo tono, que Álex Gómez y Ramiro Pombo se esforzaban en buscar en sus acordeones, a toda velocidad y sin que les fuera posible.
Cuando ya el himno llegaba al “Comprende las palabras del que murió en la cruz”, Ramiro Pombo encontró que la gente parecía estar orbitando alrededor un Re sostenido mayor, por lo que de inmediato resguardó el teclado y los bajos del enfoque visual de Álex Gómez, quien persistía en la búsqueda de la tonalidad.
Álex Gómez: “Tienen tan entronizado el culto a la personalidad con el Gran Timonel que se despelotan por hacer protagonismo y darse vitrina en donde pueden o si no, vean a este sectario afanadísimo por pescarle el tono al Himno Nacional que menosprecia y no quería tocar”.
Ramiro Pombo: “Es que ahí está pintada su incapacidad de artista y de combatiente revolucionario o, si no, miren a este sectario tratando inútilmente de pescarle el tono al Himno Nacional”.
El Secretario General de la Central Obrera Independiente Revolucionaria-Coir - invitaba: “Compañeros, entonemos ahora el himno del proletariado mundial, con el respaldo del virtuoso acordeonista, compañero Ramiro Pombo”.
Y se volvió hacia éste, a tiempo que le hacía un gesto de invitación a iniciar.
El Secretario General de la Central Obrera Unitaria Revolucionaria-Cour - por su micrófono, lo interrumpió tajante:
“Perdón, compañero, pero por favor démosle crédito también al compañero Maestro Álex Gómez, quien hace poco recibió una distinción especial en la Unión Soviética por sus méritos artísticos, sin que olvidemos su trascendental labor en pro del pueblo cubano, como compositor y representante del proletariado colombiano en históricas jornadas de la pasada década”.
Mientras el sector de manifestantes de esta Central ponía todo el potencial de sus voces:
“¡Cour, Cour se siente, el pueblo está presente!”.
La Central Obrera Independiente Revolucionaria –Coir-, palmoteaba y coreaba a plena voz:
“¡Coir, Coir, Coir, unir y combatir!”.
Ramiro Pombo: “¡El tono, el tono...!”.
“Sectario maniobrero revisionista, pretendía hacer la introducción sin concertar conmigo y ya quería imponer la versión cubana”.
“Yo hago la introducción: sígame por Si bemol mayor”.
Álex Gómez: “Ahora este sectario maoísta hijo de papi me ordena que lo siga por Si bemol en su versión China y por esa tonalidad tan extraña sólo por pedantería”.
“Yo hago la introducción. Sígame usted a mí, pero en Do mayor y sin sectarismos, compañero”.
Ramiro Pombo: “Compañero, sin sectarismos. La introducción la hago yo, pero en Si bemol mayor. Sígame usted a mí”.
De golpe, una detonación de voces invadió la plaza y sus alrededores, luego de que un par de hermanos – conocidos en el mundo artístico como Ana y Jaime, meses después-, tras estar perdidos toda la mañana entre el público, sin que hubiesen conseguido ser invitados a compartir la tarima, por sorpresa y armados de una guitarra, con sus voces adolescentes se tomaron por asalto el fervor y desencadenaron el canto:
“Arriba los pobres del mundo
En pie los esclavos sin pan
Y gritemos todos unidos
Viva La Internacional…”
A tiempo que miles de asistentes cantaban, al parecer, en Si mayor, las miradas confluían en un par de acordeonistas ensimismados, vociferantes, dedicados a perseguir la moneda lanzada al aire, que corrió por la tarima, se insertó en una hendija y cayó al vacío.
Armenia, mayo de 1999
13. Y la tarde dijo mu
Persistente en su tartamudez, la trepidación del motor de arranque llega sin discriminación a todas las habitaciones. Es el sexto o séptimo esfuerzo mecánico por animar la marcha del lustroso Ford 55, ahora preso e inmóvil en el garaje. Con cada giro de la llave en el encendido, se activan también los timbres en el conmutador que la recepcionista tiene ante sí. Por turnos, los clientes se quejan del ruido que hiere la tarde de paz y sol sobre la pequeña ciudad de Marcelia, en esta zona rural, por estos tiempos nuevos urbanizada merced al testaferrato.
Dalmacia Botero intenta ayudarle a Arquímedes Sabogal a insuflarle vitalidad al motor del viejo carro, que con orgullo su dueño ha hecho girar y modelar por las calles de Marcelia durante los últimos diez días, una vez terminados los desfiles de automóviles clásicos y antiguos.
Aparte de engrasarse las manos por sexta vez, la pareja sólo consigue que el ambiente se sature del agónico estruendo y del humo de la sobrealimentación del carburador, que a cuatro manos y varias veces han desmontado los subrepticios amantes.
En tanto que el motor de arranque reitera su fatiga y las llamadas al conmutador se multiplican, la recepcionista opta por trasladarle el conflicto al administrador de Inversiones Echeverri, inmerso a estas horas en su rutina contable, en el centro de Marcelia.
Escuchadas las angustias de la discreta subalterna, el administrador le garantiza que una vez cuelgue, se encargará de contactar al mecánico de la ciudad, propietario de la grúa de alto desempeño, un ex militar destituido bajo la sindicación de paramilitarismo, y conocido en Marcelia como el Capitán Veneno.
Dalmacia Botero y Arquímedes Sabogal, compartidas copas, caricias y ardores, luego de ducharse por segunda vez, agobiados por la cálida dimensión infernal de pueblo chiquito que tiene la tarde, deciden repartirse también el bochorno por la inusitada rebeldía del automóvil que se niega a prodigarle a ella la ocasión de retornar a Marcelia y reasumir su rol de ama de casa, escapada por obra de su inmensurable querencia por los modelos clásicos, como el Ford 55 Crown Victoria, o por los hombres adictos al uso de tirantes, gafas ahumadas y pipa cargada con picadura inglesa, como Arquímedes Sabogal, aparecido frente al establecimiento de su esposo, con ensayadas poses de turista de ultramar, atrevido en sus miradas, y con quien concertó mediante un puñado de palabras apresuradas la cita que hoy cumple, sin haberlo pensado mucho y bajo el amparo del partido de fútbol que absorbía todos los sentidos de su cónyuge frente al televisor.
Diecinueve minutos después del último giro de la llave, del contacto eléctrico frustrado, de la risa y la tartamudez del motor que se muestra herido o en huelga, un sonido distinto pellizca el motel de don Guillermo Jaramillo, conocido por la población como Guillermotel. Es algo que impacienta otra vez a sus visitantes vespertinos: un vehículo que suena y atruena, imita una vaca con su pito y se toma al son de un concierto de pistones el largo paraje perimetral al que confluyen todos los garajes, mientras repica el teléfono de la suite junior número cuatro, a tiempo con la llegada ante la puerta de la esplendorosa grúa blanca de lunares negros piloteada por el Capitán Veneno, el mecánico más solvente de todo Marcelia, envidiado y celoso marido de la apetecida señora morena que inundada en sudor, pánico y lágrimas, ahora trata de desaparecer.
14. El bandoneón del Rey del compás
Siempre tuve mis dudas. Siento que pasaran tantos años desde aquel mes de noviembre de 1957, cuando nos encerraron con toda la población de Córdoba en la Plaza de Bolívar, ahora llena de casas hechas a toda prisa y en medio de una batalla frenética contra la lluvia que se ha ensañado con el pueblo tras el terremoto de hace ocho días.
Presiento que el viejo Saúl se va a morir y esta vez va en serio. Lo he leído en sus ojos, cuando, a la par con la casa y el negocio, se derrumbó su sueño. Sé que voy a contribuir a que se muera cuando le cuente cómo me fue en Marcelia y, peor aún, cuántas cosas me contaron en Medellín.
Cuando apenas tenía diez años, lo recuerdo siempre, me asombraron las historias que una tras otra relataba ese argentino a quien en contraprestación el viejo Saúl emborrachaba noche tras noche con los amigos y clientes del bar de Blanquita. Cómo olvidar esos relatos que parecía desempacar de una gastada maleta de cuero burdo y pliegues en la que ostentaba adhesivos de hoteles y ciudades que nunca habíamos oído nombrar y que ahora, con cincuenta y cinco años encima, apenas conozco por el recuerdo. Entonces, ayer como ahora, hacía frío en Córdoba, y en esta misma plaza de Bolívar tratábamos de protegernos de una lluvia que caía sesgada, sólo que ahora, cuarenta y dos años después, tenemos un cambuche con paredes de esterilla de guadua y techo de zinc, fabricado en un día de trabajo comunal y en el que hemos logrado meter algunas cosas rescatadas entre los escombros de la vieja casa que se erguía allá arriba, con el depósito de cerveza que le permitió subsistir después de que quebró la caficultura. Aunque sé que ya no tendrá sentido la vida y que le llegó la hora, no quiero que el viejo Saúl se muera. También sé que me mirará, como cuando niño, de un modo tal que no podré mentirle aunque sepa que con ello lo ayudaré a morir antes del tiempo que le ha sido dado.
El argentino se lo dijo en secreto y el viejo Saúl lo contó a sus amigos; luego lo supo Blanquita, la dueña del bar, y tres días después ya todo Córdoba sabía que el forastero que conversaba con aquel acento como sacado de las películas de Gardel, había llegado al pueblo con el propósito de montar una compra de café; que ya retirado del mundo del espectáculo, estaba dispuesto a llevar una vida tranquila, luego de haber integrado la Orquesta de Juan D'Arienzo como bandoneonista. Cuando lo detuvieron, igual que a todo Córdoba, y fuimos encerrados en esta plaza de Bolívar en la que estamos ahora, el argentino le contó que al momento de apresarlo, los militares le habían incautado una apreciable suma de dólares y pesos destinados a la compra de una finca, al montaje de un depósito de café y la adquisición de un jeep Willys, además de una casa en el pueblo, pero que ya encerrado con todos no tenía nada, excepto aquel bandoneón que cargaba consigo en una pequeña maleta negra, y que por su acento argentino le habían permitido llevar consigo porque creían que lo tocaría para el comandante del ejército, sin que advirtieran los militares que el argentino había llegado fracturado a Córdoba, y que, enyesado aún de la mano derecha, no podría tocar aquellos tangos famosos que le merecieron a Juan D'Arienzo el título del Rey del compás, una dignidad que, a fuerza de contar y recontar la historia, acabó ostentando por extensión también él, como dueño de ese bandoneón que una tarde de noviembre del año 57 fue comprado por el viejo Saúl, como una forma de perpetuar aquel recuerdo y como si, volviéndose dueño del bandoneón del Rey del compás, pudiera curarse de todos los miedos que confluían ese día del encierro en Córdoba, mientras el ejército interrogaba a cada uno de sus habitantes en busca del culpable o cómplice de la muerte de los soldados en el bar de Blanquita.
Ahora, y como en todos estos años, vuelvo a preguntarme por qué se empecinó en guardar relojes, herramientas y objetos raros y nunca quiso salir de ellos ni siquiera en las épocas de mayores crisis y hasta prefirió endeudarse antes que renunciar a su capricho.
Yo lo presentía: Cuando el viejo Saúl me pidió que viajara a buscarle comprador al bandoneón, algo me decía que a la pérdida de la casa y el negocio del depósito de cerveza y a las muertes y ruinas que nos trajo el terremoto del Eje Cafetero, tendríamos que sumarle aún otras desgracias. Como suele suceder cuando llega una: es como si le abriera la puerta a las otras desgracias que vienen detrás.
Estoy seguro, ahora, de que el Rey del compás, desaparecido por el mismo ejército tras el encierro en la plaza y cuyo cadáver encontraron meses después, no era argentino ni era músico.
El bandoneón es un instrumento muy antiguo, discontinuado, caro y complicado de tocar. Así me dijeron en uno de los almacenes de instrumentos musicales que visité. De tanto andar me encontré con que en Medellín se presentaba una revista de tango con músicos argentinos que acompañaban algunos cantantes que fueron famosos durante los años cincuenta. Decidí entonces visitarlos en el hotel donde estaban alojados, para ofrecerles el bandoneón. Conocí al bandoneonista, ya medio ciego por los años. Me contó que por una extraña casualidad él había integrado en su juventud la mentada orquesta de Juan D'Arienzo, aquella a la que juraba haber pertenecido el argentino. Para que yo regresara a Córdoba sin ninguna duda, sacó del estuche su bandoneón. Era marca AA, hecho en Alemania antes de que los Aliados bombardearan la única fábrica que existía. Era de fuelle cuadrado, cromático, emitía una nota abriendo y otra cerrando, tenía muchos botones al lado izquierdo y al derecho; valía más de ocho millones de pesos y no era igual al bandoneón del viejo Saúl, de forma hexagonal, guardado con tanto celo durante cuarenta y dos años, fabricado en Brasil y que no vale ni cien mil pesos porque no es más que un limitado instrumento diatónico que los payasos tocaban en los circos. Lo que el viejo Saúl ha guardado durante cuarenta y dos años no es un bandoneón: es una concertina.
Armenia, junio de 2004
15. Un ataúd para papá
Desde aquí puedo ver a los dos auxiliares de policía que de nuevo han llorado esta noche como debe habérseles vuelto usual desde anteayer a las trece y diecinueve horas como dicen ellos y tras los treinta y dos segundos que han apuntillado esta región que ya desayunaba almorzaba y comía desesperanzas por la crisis cafetera sin que llegáramos a presentir que esta maldita realidad miraría por encima del hombro todas las enseñanzas y advertencias y premoniciones que nos acompañaron desde siempre y que tampoco me sirvieron para nada porque lo único que puedo hacer es percatarme de que los policías bachilleres cumplen su turno de vigilancia y control en este coliseo deportivo de la Universidad del Quindío que ha sido transformado en anfiteatro merced al desastre y ahora es lugar de concurrencia de miles de personas que han acudido a ratificar la fatalidad ante el descubrimiento de otros cadáveres de familiares y amigos en esta feria del dolor en tanto que un vigilante insomne ha dejado colar en el reverberante recinto “Adiós Nonino” el tango de Piazzola mientras busca noticias en su radio portátil y que suena más burlesco que coincidente cuando parece ambientar el encuentro del hombre de la cachucha conmigo que soy el N.N. que hace intuir a todos los concurrentes un finiquitado destino de desempleo y recurrentes hambres de viejo pobre abrazado por el hombre de la cachucha entre esta mortal pila de cuerpos que han dispuesto en la primera fila porque fuimos los últimos recogidos entre los escombros del edificio Grancolombiano que también tuvo que arrodillarse ante el segundo sacudón de la tierra anteayer a las cinco y veinte de la tarde lo que me aterra aún más al comprobar que son las once y media de esta noche que ha comenzado a poblar de gritos el hombre de la cachucha mientras se toma con violencia la cara y prosigue con su ensordecedor papá papá no es posible te fuiste mi viejo y ahora qué vamos a hacer en la casa y con tanta pobreza papá papá que con holgura se sobrepone al desconcierto de voces y ayes que colonizan el recinto ante un nuevo embate del hombre de la cachucha que ahora grita y ahora cómo voy a enterrar a mi viejo por Dios por favor un ataúd y abre las manos y gesticula mientras tres presurosos funcionarios de la Red de Solidaridad acuden a nosotros y uno le alarga un formato para que firme en tanto que los otros dos le entregan una de las cajas mortuorias que ostentan la sobria información de que han sido donadas por el gobierno de la República del Ecuador y en la que de inmediato el hombre alberga mis escasos cincuenta kilos que sin dificultad sobre sus hombres y con tanta prisa como vigor moviliza hacia la salida del recinto rumbo a los matorrales adyacentes a la Facultad de Ingeniería que también exhibe la vergüenza de las heridas sísmicas en su estructura y donde el hombre de la cachucha realiza su propósito por el que habrá de ser reconocido pasado mañana en la plaza de toros que habrá sido convertida en escenario clausurado a las lágrimas y allí entre trescientas personas en medio de un aire que también estará recluido porque olerá a bazuco y marihuana y sudor y deyecciones y en donde a instancias del Fiscal Local los policías bachilleres cumplirán el mandato judicial de asumir el reconocimiento en fila de personas del presunto autor de las conductas punibles agravadas y en concurso por la indebida sustracción y arrojamiento de un cadáver a un matorral y la tentativa de comercio ilegal y especulación con bienes muebles donados por gobiernos extranjeros para la atención de desastres.
Circasia, junio de 1999.
16. De la poca fe
Fueron los primeros compases de una fanfarria de cine, la de Twenty Century Fox , escuchada durante su infancia en el teatro Anfión de Marcelia, la causa del sobresalto en Arielita Palacio, justo cuando trataba de ganar la acera oriental de la carrera catorce, frente a la Plaza de Bolívar. Era indudable: aquella música venía de arriba, del cielo. Con dos o tres miradas presurosas a su alrededor se percató de que sólo era escuchada por ella, a pesar de que llegaba a sus oídos en forma atronadora y mezclada con una voz. De entrada fue un sonoro llamado: “Arielita, Arielita...” y luego un “ en verdad, en verdad, habrás de saber que el equipo de fútbol de Marcelia descenderá de la categoría A y con vergüenza perderá luego treinta y tres partidos en la categoría B”. “ Pero yo no sé quién es usted y por qué me habla de fútbol. Yo no entiendo de esas cosas” –dijo mientras temblaba de miedo -. “Escucha y cuéntale al pueblo y al mundo...” continuó la voz - “Diles entonces que el doctor John Charles, el senador, es inocente “. “¿Inocente de qué? – Se atrevió a murmurar Arielita – “Inocente de lo que se dice de él; de que la Liga de Natación le pagaba sus guardaespaldas con los fondos oficiales del departamento destinados al sueldo de los instructores; inocente del crimen del guitarrista dueño del “ “Zaguán de las canciones” y que los treinta y ocho balazos no fueron ordenados porque el doctor John Charles se ofendió cuando lo hicieron desalojar a él y a sus amigos esa taberna. Tampoco es cierto que hizo nombrar jueces, fiscales, contralores, procuradores, detectives y guardianes. Anda, buena mujer, y pregona en las esquinas de Marcelia que el doctor nunca ordenó matar a todos los periodistas que alguna vez lo criticaron por sus amistades en el norte del Valle”.
“Pero, entonces ¿quién mató a Weimar, Brayan Stiven, Yeimer, Usnavy y José Fender... y al ingeniero?” - preguntó –. La voz se silenció; también la música, mientras el sonido era reemplazado por gruñidos de la tierra, por el horrendo trepidar de los edificios de la plaza; por el mismo y único grito de Arielita Palacio al desaparecer bajo las toneladas de concreto del edificio de la asamblea departamental, en aquel terremoto del 25 de enero del 99.
Armenia, abril de 2000
17. ¿Aló, mamá..?
A la par con un cuchillo que con asombro y dolor advierto como punto final, el brazo que rodea y aprieta mi cuello, además de inmovilizarme, deja en el aire un aroma de agua de colonia que de inmediato me conecta con las antiguas mañanas del Colegio San Solano, cuando en fila éramos conducidos contra el sentir colectivo a la misa diaria en la iglesia a la que ingresábamos por una puerta que comunicaba el patio de recreo con la sacristía frecuentada por el Hermano Castrillón, profesor de tercero primaria, quien solía bañarse en esa loción que percibíamos a diario junto con sus quehaceres religiosos y al asedio de pederasta incansable a que sometía al alumnado, y que en estos últimos segundos de vida me acompañan luego de escuchar esa voz que ha sido un golpe de luz en la penumbra de esta esquina, en la que después de medianoche y cuando, guitarra en mano, siempre paso rebuscando serenatas o borrachos melancólicos, suelo observar una fila que si bien no es larga tampoco se mueve porque cada persona se hace interminable en su hablar, e incluso he tenido la certeza de que lo inusual de la hora y la fila es el benévolo resultado de una falla de reinstalación que permite llamar sin costo, y por eso ante la urgencia de indagar sobre la evolución de la súbita virosis de mi hijo me he visto forzado a abrirle un paréntesis al angustioso rebuscar , cantar y tocar y he soportado la espera de hora y media hasta conseguir comunicarme con mi casita en apartado sector y entonces tardíamente he comprendido por qué algunos habitantes de la reconstruida Armenia concurren a esta cabina telefónica, cuando he reconocido su acento a pesar de los tres años distantes del terremoto del 25 de enero del noventa y nueve, cuando bajo toneladas de ladrillo y cemento ella sucumbió.
Circasia, julio de 1999
2 comentarios:
Que alegría, siento... se oye magnificamente... que viva!!!
Felicitaciones, lo compartiré con la velocidad y finura del instante con amor mar
Libaniel, he leido el libro una vez llegué, no sabía que escribieras tan sabroso, lo único es que me quedé siempre a medias con los cuentos, siempre queriendo que la historia continuara. Pero tienes un estilo único, que bonito leer historias de nuestra tierra a través de tu suave y entendible lenguaje. Un muy buen regalo. Mil gracias, y sigue escribiendo no solo cuentos, sino historias donde te podamos descubrir más. Un fuerte abrazo. Liliana
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